Por Orlando Barón
Todo empezó cuando me presentaron una lista de novelas sobre el narcotráfico. La lista, bastante extensa por donde se le mire, incluía alrededor de cincuenta obras. Me llamaron la atención varias de esas novelas e incluso recuerdo algunas: Delirio de Laura Restrepo, Tuyo es mi corazón de Juan José Hoyos, 2001: romance en la narco-guerra de Gonzalo Mallarino, Leopardo va al sol, El cielo que perdimos, Quítate de la vía perico, Morir con papá de Oscar Collazos, Noticia de un secuestro de García Márquez, Rosario Tijeras de Jorge Franco, La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, El cerco de Bogotá de Santiago Gamboa. La lista, les dije, es bastante extensa y me es imposible recordarla en su totalidad. Todas estas novelas se refieren al narcotráfico, fenómeno muy colombiano éste; tan colombiano como la violencia y las decenas de novelas que hablan de las matanzas, y los muertos, y los descuartizamientos, y todo eso que se le ocurrió a los colombianos durante el siglo XX. Debo decir que muchas novelas de la lista ni las conozco. Piensen cuál de ellas han visto ustedes en las librerías. Quizá, la de García Márquez, la de Jorge Franco, la de Fernando Vallejo o la de Laura Restrepo. En las librerías se exhibe lo que se vende o lo que se quiere vender, cómo saberlo. Son más de cincuenta novelas como les dije y lo primero que me pareció es que eran demasiadas (y no falta quien diga que en Colombia no escribimos sobre lo que nos pasa).
– ¿Demasiadas?…
… tantas como las novelas que se escribieron en su momento sobre la violencia. Pero de lo que quiero hablar no es de que sean demasiadas, eso es un asunto de números y estadística, de lo que quiero hablar es de los problemas que conllevaría sacar una sola novela de esta lista. La pregunta que me resultó ineludible frente a semejante inventario de obras fue esta: ¿hacemos justicia a La virgen de los sicarios si decimos que es una novela sobre el narcotráfico?, y esta otra: ¿cuando ponemos la obra de Vallejo junto a tantas otras y decimos, de tajo, que refleja la situación social de Medellín en los años noventa, no estamos tomando la parte por el todo?, ¿no estamos asumiendo la novela como un simple documento?
Cuando me quedé mirando al estudioso de la literatura que hizo la lista de novelas sobre el narcotráfico, no pude dejar de asociarlo con un señor venerable que se coge la cintura mientras se agacha y organiza la vitrina por temas en una librería. Entonces pensé: es una suerte para cualquier país que no todos los estudiosos de la literatura sean venerables señores que se cogen la cintura, es una suerte que existan estudiosos que no organizan su trabajo por el número de obras que leen sobre un mismo tema; es una suerte que existan estudiosos que leen una novela, la analizan y luego escriben. La desventaja de los estudiosos que estudian una sola novela, terminé de pensar, es que con su método de trabajo nunca alcanzaran a estudiar todas las novelas que aparecen sobre el narcotráfico. En realidad el mundo perdería mucho sin estos señores que se cogen la cintura, estos señores que presentan novelas como quien presenta estadísticas. Dije que todo había empezado por la lista y como ven no fue por la lista sino por las preguntas que no pude dejar de hacerme frente a la lista. Otra pregunta que me hice fue si le hacíamos justicia a una novela como La virgen de los sicarios al dejarla allí, insignificante y casi invisible entre esas cincuenta novelas de que venimos hablando. Además había leído la novela y me parecía que podían decirse muchas cosas distintas. Y pensando en la lista de novelas y pensando en La virgen de los sicarios se me vino la pregunta sobre la forma en que canonizamos las obras en este país de novelas, escritores y estadísticas.
Y tratando de responder la pregunta se me vino a la cabeza otra lista. La lista de críticos e investigadores que han hecho síntesis de modelos historiográficos en Colombia: Curcio Altamar, Bodman Pietrowski, Raymond Williams, Luz Mary Giraldo, Jaime Alejandro Rodríguez, Huber Poppel, Augusto Escobar Mesa, en realidad son varios más y para hacer justicia a las listas: todos son investigadores importantes. Y viendo las dos listas, a cambio de una, ahora tenía dos (las dos tazas del caldo pal que no quiere una), me empecé a preguntar cómo proponer la canonización de Fernando Vallejo desde todas estas listas. Y de rebote llegaron más preguntas: ¿quién canoniza los escritores de un país?, ¿los hacedores de listas, los críticos o los historiadores de la literatura?, ¿serán todos? Y si son todos, ¿cómo se ponen de acuerdo?… aparecieron más preguntas, pero mejor evito tanta “preguntadera” no va y sea que me invente una nueva lista.
Para contestar la primera de las preguntas, quise empezar por la segunda lista, pues la primera, ya saben, me causó un gran estremecimiento; entonces me fui al blog Novela colombiana del profesor Jaime Alejandro Rodríguez y me detuve en el título: síntesis de modelos historiográficos. Los modelos historiográficos, se sabe, no quieren analizar obras sino ayudar a entender la literatura como un suceso histórico, social, cultural o nacional. Y de leer estás síntesis me empezaron a asaltar las dudas (esas atracadoras intelectuales), para resumirles le escribo una sola: ¿podemos canonizar a Vallejo desde esas síntesis teóricas que ayudan a ver la literatura como un hecho histórico susceptible de objetivarse? En su libro, Curcio Altamar nos plantea, y que esto vaya a título de ejemplo, “que La tarea de la historia literaria es la de desentrañar las relaciones entre la ficción y la realidad, esto es, las relaciones entre realidad representada y realidad histórica” . Y teniendo referenciada tal propuesta, se me vino a la cabeza, leer el planteamiento completo de Altamar, leer la novela de Fernando Vallejo una vez más y empezar a desentrañar (aunque sonara carnicero el término) esas relaciones entre la novela y los hechos del narcotráfico que se dieron, esos hechos que vimos en televisión o que oímos o vivimos. Imaginen las posibilidades: los sicarios de Medellín, esos niños de carne y hueso que azotaron a bala a cuanto cristiano decían los narcotraficantes que había que santificar de un tiro y esos dos ángeles exterminadores que los representan en la novela de Fernando Vallejo. Claro que Alexis y Wílmar, los dos ángeles de Vallejo, además de sicarios tenían algo de homosexuales, y de sicarios sin empleo, y de niños que se exterminan unos a otros por el simple gusto o la simple rabia, igual que gallos en gallera municipal. ¿Reflejan los niños de Vallejo los sicarios de los años noventa en Medellín?, ¿los deforman?, ¿le agregan más vicios de los que en realidad les correspondía?. Preguntas así se pueden responder si uno toma de manera rigurosa los planteamientos de Curcio Altamar. A lo mejor termina concluyendo que a quien hizo la lista de las novelas del narcotráfico no le faltó razón para incluir esta obra donde la incluyó. Por esta vía, la de Curcio Altamar, ¿podría Canonizarse a Fernando Vallejo y su novela?; por esta vía ¿se podría arrojar al río de la historia de la literatura nacional La virgen de los sicarios? Sin duda que podría hacerse, pero, ¿no estaríamos cayendo, al hacerlo, en los prototipos de canonización de una historia, de una historiografía: la de Curcio Altamar?
Otro ejemplo, aunque no de lo mismo. En el capítulo primero de su libro La narrativa colombiana y sus paradigmas del siglo XX, Luz Mary Giraldo, menciona que “Con García Márquez y Álvaro Mutis se habla de la narrativa en la plenitud del siglo XX. Colombianos, hispanoamericanos y universales, el mundo literario que los define marca distintos derroteros tanto en lo temático, como en lo formal. Su obra constituye un proceso de evolución y desarrollo de notable importancia en la narrativa actual, gracias al mundo creado, a sus influencias literarias y sus reconocimientos nacionales e internacionales” . De Vallejo, ¿no se pueden decir cosas así?, “¿colombiano, hispanoamericano, y universal?”, “su obra constituye un proceso de evolución y desarrollo de notable importancia de la narrativa actual” …¿no podría una lectura crítica de Vallejo y su obra concluir cosas así?: Después de García Márquez y Álvaro Mutis, un paisa, un rebelde, un provocador, un escritor que también tomó distancia de Colombia, de Medellín, y que desde la distancia renovó la escritura sobre esa Colombia, esa Medellín. ¡Que la prosa de Vallejo es un registro diferente!, ¡un registro medellinense!: debe ser posible demostrar algo así. Para demostrarlo que hablen los niños, los niños con “fierro”, sólo para ver cómo se oye ese español en sus labios de querubines del infierno. O que hable el gramático, el último gramático de este país que no más arranca la novela y ya está definiendo, haciendo precisiones con los nombres. No más arranca la novela y ya está en su papel de gramático definidor: “¿saben qué son?, ¿saben quién es?, (porque sé que no lo van a saber)” … y toda está en la primera página de la novela, la página siete, que es donde arranca esta historia de los sicarios. La primera pregunta: ¿Saben qué son? Se refiere a los globos, “¡qué saben ustedes de globos!”, nos dice inmediatamente. Él sí sabe que son, él que los vio. “son rombos o cruces o esferas hechos de papel de China deleznable”. En esta novela el último gramático lo define todo, ¿no es definiendo todo como se hacen las novelas? Desde La narrativa colombiana y sus paradigmas del siglo XX, se puede, sin duda, establecer los puentes que van de Mutis a Vallejo, de García Márquez a Vallejo. Puentes no muy estables en todo caso, pues lo que se ve son rupturas y no tradiciones, las rupturas de que está hecha la literatura nacional.
Y ¿por qué no enviar a los desfiladeros del postmodernismo a Fernando Vallejo?, ¿por qué no retomar algunas ideas del profesor Jaime Alejandro para hacerlo?, ¿por qué no valernos del texto Antidiscursividad en la literatura postmoderna? Para decir de esta literatura de Fernando Vallejo que “el narrador asume el papel de compilador y organizador (editor) de las materias narrativas al interior del mundo ficticio y no es un inocente colector de textos preexistentes, sino un activo productor de discurso intertextual” ¿por qué no decir desde Raymond Williams que La virgen de los sicarios “ no busca un universo organizado sino que más bien lo subvierte, y con frecuencia utiliza como sujeto fundamental el lenguaje o el ingenio verbal. La novela posmodernista demuestra frecuentemente la tendencia a presentarse como una reacción consciente frente a la novela moderna”. Como pueden ver, muchas cosas se puede decir de La virgen de los sicarios desde los modelos historiográficos que sirven para comprender el fenómeno literario en Colombia. Por este camino podemos canonizar a Fernando Vallejo y su novela. Hacerlo implica profundizar en los postulados de los investigadores y buscar las respectivas correspondencias entre lo que fue, lo que es y lo que será nuestra historia de la literatura. Claro que al terminar un trabajo así, siempre quedarán las preguntas, las dudas, en especial una: ¿le corresponde a la historiografía canonizar a Fernando Vallejo y su obra?
Saltemos ahora al terreno de la crítica. La crítica y su herramienta preferida: el ensayo: en un ensayo arriesgar preguntas es lo mismo que arriesgar focalizaciones, valoraciones. Arriesguemos, entonces tres interrogantes. La primer pregunta podríamos formularla así: ¿cómo un escritor como Vallejo, cínico en sus concepciones filosóficas, moderno en sus concepciones de la prosa, se adentra en la Medellín de la última década del siglo XX y encuentra unos muchachitos que parecen ángeles, mercenarios, guardianes, rufianes, todo al tiempo?, ¿qué ve en ellos para que los convierta en íconos de una raza de furiosos y energúmenos? Que Fernando Vallejo es un cínico moderno es algo que, de manera pretenciosa (la única manera que conoce el ensayo), se quiere también demostrar en estas páginas.
Empiezo diciendo que Vallejo es un cínico moderno y que sólo un cínico moderno puede llegar a escribir una historia como La virgen de los sicarios. Vincent Gozálvez en un texto que lleva por título: Cinismo y sociedad de la información, dice:
“La identidad del yo como individuo reivindicada por los cínicos, por Diógenes por ejemplo, viene a ser quizás la primera forma de individualismo en Occidente, un individualismo aclamado, si se quiere, de una forma simple, radical y grotesca”
Hay muchos lugares comunes en los comentarios que se dicen y escriben sobre Fernando Vallejo. Uno de esos lugares comunes dice que Vallejo es un escritor irreverente, provocador. Su actitud, disguste o asombre, incomode o denuncie, refleja el afán del escritor antioqueño por estar más allá de la δόξα . No desaprovecha ocasión, el escritor, para reafirmarse en su individualidad, en su particularidad. “Llevo cientos de páginas diciendo “yo” y hasta ahora nadie me ha visto”, dice en Años de Indulgencia, la cuarta de sus novelas. “yo he vivido a la desesperada (…) y un día me tuve que ir sin quererlo” dijo una tarde en el parque Nacional, en un encuentro de escritores. “¡Bum! ¡bum! ¡bum! La cabeza del niño, mi cabeza, rebotaba contra el embaldosado duro…” así empieza sus “días azules” y etcétera, etcétera, etcétera, podríamos hacer bien extensa esa lista. El afán de reafirmar la individualidad, admitamos, no es exclusividad de los cínicos en nuestros días. Todos, en los tiempos que corren, reivindican su individualidad; pero admitamos también, reivindicar no significa profesar, no todos dejan de vivir con sus congéneres para irse vivir con un perro, no todos viven o han vivido en un país ajeno al suyo ni han renunciado a su nacionalidad, no todos escriben 711 páginas hablando del río del tiempo que arrastra su “yo” y que no se detiene y, otra vez etcétera, etcétera. Vallejo es cínico en su afán de reafirmarse como él, de reafirmar o negar el mundo desde su propio él . Afirmar la individualidad exige hacer de la libertad una patria; una patria que debe aceptarse de manera “simple, radical y grotesca”. El mismo Gonzálvez sostiene que el cínico “toma conciencia de su identidad frente al Estado, o si se quiere al margen de la sociedad. De ahí su empeño por conculcar las normas sociomorales convenidas, su gesto provocativo, burlón o irónico”. Quienes conocen a Vallejo, al hombre, al escritor, advierten, al instante, la correspondencia entre esta caracterización y el autor de La virgen de los sicarios. Otra correspondencia, esta no de afirmación, ni de identificación, puede entreverse entre ese Vallejo y esta definición de José Iglesias Fernández: “el cinismo, más que una filosofía, fue una forma de vida, en la mayoría de los casos esforzada y exigente. Los cínicos despreciaban los bienes materiales, los placeres, las pasiones, las normas sociales y los lazos nacionales”. Fernández hace referencia aquí a los cínicos antiguos, sin embargo, admitamos, la referencia casi se corresponde punto por punto con el Vallejo que conocemos. Sobre estas correspondencias propongo la primera focalización de que hablé antes: la escritura de un libro como La virgen de los sicarios sólo se concibe desde un punto de vista cínico y moderno. Cínico en el sentido filosófico antes descrito, moderno en la concepción de una escritura que fluye como conciencia, una escritura que describe, cantaletea y reflexiona: en ese orden.
Hay dos definiciones, muy al estilo wikipedia que nos pueden ayudar a precisar: la primera es que los cínicos buscaban “la vía de la verdad” y no la “vía de la opinión”. La segunda tomada de Iglesias Fernández dice que “el cinismo era una forma de pensar, de vivir, de entender las relaciones entre los seres humanos. (Era) una filosofía del comportamiento humano”. En otras palabras ser cínico es una aspiración: la de ser sabio. Wikiquote define sabio como “el juicio sano basado en conocimiento y entendimiento”.
“Yo hablo de las comunas con la propiedad del que las conoce pero no, sólo las he visto de lejos, palpitando sus lucecitas en la montaña y en trémula noche, las he visto, soñado, meditado desde las terrazas de mi apartamento, dejando que su alma asesina y lujuriosa se apodere de mí” (Vallejo, 30)
La posición de Vallejo en este fragmento es la del sabio: óigase bien, la del sabio, no la del letrado de que habla Ángel Rama. Fernando Vallejo aquí es un hombre que conoce y entiende. “Yo hablo de las comunas con la propiedad del que las conoce”. Pero la forma que adopta su saber y entender no es la ilustrada o enciclopédica, su forma es la de una matrona antioqueña, esas señoras que pasan el día echando cantaleta: insistentes, desesperantes, insoportables: “… pero no, (no conoce las comunas) sólo las he visto de lejos, palpitando sus lucecitas en la montaña y en trémula noche, las he visto, soñado, meditado desde las terrazas de mi apartamento”. Pero su saber y entender han de llegar bastante más allá. No es la enciclopedia, no es la cantaleta, es a la reflexión adonde realmente quiere llegar, el saber del sabio reflexivo, corrosivo, contundente: “(esas comunas que van) dejando que su alma asesina y lujuriosa se apodere de mí” (Vallejo, 30)
En La Virgen de los sicarios son constantes estas conclusiones ácidas. Se arriba a ellas luego de unas descripciones, seguidas de una retahíla. Luego de hablar del levantamiento de un cadáver, por ejemplo, el autor concluye:
“el tiempo barre con todo y las costumbres. Así de cambio en cambio, de paso en paso, van perdiendo las sociedades la cohesión, la identidad, y quedan hechas unas colchas deshilachadas de retazos” (Vallejo, 30)
O hablando del cura Rafael Herreros y de su intención de hacerle casas a los pobres con el dinero de los ricos:
“fue el éxito de este curita pedigüeño haberse dejado llevar por su instinto, su espíritu limosnero, con el cual coincidía con lo más natural y consubstancial de este país damnificado y mendicante, su vocación de pedir, que viene de lejos: cuando yo nací ya Colombia había perdido la vergüenza” (Vallejo, 69)
Conclusiones como éstas, a un tiempo parciales y totalizantes, sólo puede escribirlas un cínico en el sentido filosófico, un escritor que usa bien los recursos narrativos de la prosa moderna; un cínico y un escritor moderno que mira la sociedad y trata, desde su desprecio, de comprender los mecanismos que mueven y contorsionan esa sociedad.
Algunos oyen el nombre de Fernando Vallejo y quisieran pensar, tratan de pensar, en un viejo Diógenes. Esperarían que a la manera de los cínicos de la antigüedad, este Diógenes moderno se detuviera frente a un colegio de monjas y niñas con su sexo al aire, demostrando así que la ropa sobra a quien sabe vivir; esperarían que detuviera el tráfico de una avenida principal justo a la hora pico, el miserable, acostado justo en la mitad de la calle. Existen hombres así, no vayan a creer, y se los toma por locos, y se los insulta. Pero Vallejo no es esa clase de Diógenes. Él camina por ciudad de México, New York, Paris, Bogotá, Medellín, se sienta frente a un computador y escribe historias que suenan como insultos, ironías, paradojas. Es el Diógenes de las letras, el provocador, el exagerado, el exiliado, el crítico. Para él, hacerle escándalo a las monjitas y sus niñas, a los conductores y sus policías es, en el mejor de los casos, un performance, un montaje. Sabe que cosas así pasan, se transmiten por televisión y después, como si nada, se olvidan. Y lo que queda de todo es…: el olvido, la nada, la no existencia. Y allí es donde Fernando Vallejo se ubica, en ese olvido, en esa nada, en esa no existencia. Puesto allí, en el infierno que nadie quiere, su mirada se torna ácida. Deja oír su voz y entonces suena ajena, agresiva ; como el discurso de un pontífice pero a la inversa. Y donde esperamos oír la palabra Dios se oye malparido, y donde esperamos oír huérfano escuchamos hijo de puta, buen castellano, concreto, histórico. Si el cínico viejo, escritor moderno, decide que viajará a Medellín, si decide que ese lugar es el propio infierno, ya no habrá quien lo detenga.
“treinta y tres millones de colombianos no caben en toda la vastedad de los infiernos. Hay que dejar un espacio prudente entre dos de ellos para que no se maten, digamos una cuadra, de suerte que si no se pueden ver por lo menos se divisen. ¡Pero miren qué hacinamientos! Millón y medio en las comunas de Medellín, encaramados en las laderas de las montañas como las cabras, reproduciéndose como las ratas. Después se vuelcan sobre el centro de la ciudad y Sabaneta y lo que queda de mi niñez, y por donde pasan arrasan. “acaban hasta con el nido de la perra” como decía mi abuela…” (Vallejo, 52)
Ir a un lugar así es cuestión de valientes, de increpadores, de gente que no pierde nada si se pierde. Es el viaje de un sabio a la ciudad que ya no existe, que jamás existió. Si es un cínico, dijimos ya, irá por la vía de la verdad, no de la opinión. Y la verdad en este caso no está en el Medellín presente, entonces, ¿dónde?, ¿acaso en el pasado que fue?
“y la nostalgia de lo pasado, de lo vivido, de lo soñado me iba suavizando el ceño. Y por sobre las ruinas del Bombay presente, el casco de lo que fue, en una nube desflecada, rompiendo un cielo brumoso, me iba retrocediendo a mi infancia hasta que volvía a ser niño y a salir el sol, y me veía abajo por esa carretera una tarde, corriendo con mis hermanos” (Vallejo, 97)
El pasado no salva el desastre, sólo sirve de contraste: para ver mejor el mierdero, la hecatombe. Es una ventana para mirar estos mismos lugares en lo que fueron, en lo que llegaron a ser. Lo que fueron y ya no son, lo que fueron y por haber sido, quizás por eso, se agotaron. No es para alimentar esperanzas, es para recordar (como una cantaleta) que aquello que se agota ya jamás vuelve a estar. No hay evocación del pasado; la Virgen de los sicarios no es una novela escrita por el viejo decimonónico de Balzac; es el texto de un colombiano, un cínico, un escritor moderno. Sus palabras no evocan, convocan, son una chispa más para que arda el infierno. El infierno o lo que Colombia convierte en nada, en olvido, en no existencia. Vallejo no es un escritor realista, es un escritor de realidades, de las realidades que Colombia esconde en los abismos de la nada, esas realidades que esconde con vergüenza y resentimiento, sin pudor y arbitrariamente . Si esto es un viaje a los infiernos, inevitablemente descendemos. En uno de sus círculos este infiernito atrapa a esos que en Colombia llamamos inocentes, pero, precisa el cínico:
“Aquí no hay inocentes, todos son culpables. Que la ignorancia, que la miseria, que hay que tratar de entender…Nada hay que entender. Si todo tiene explicación, todo tiene justificación y así acabamos alcahuetiando el delito” (Vallejo, 100).
“Si somos cinco mil millones, camino de seis… vale más un mico tití de los que quedan pocos y son muy bravos. Nada somos, parcerito, nada semos, curémonos de este “afán protagónico” y recordemos que aquí no hay nada más efímero que el muerto de ayer”(Vallejo, 39)
Estos son los inocentes de este infierno. El escritor cínico, dijimos, no describe, no se limita a describir. Describe pero agrega también, a la manera del sabio, su juicio. Juicio mencionamos antes, basado en conocimiento y entendimiento. “Qué cómo sé tanto de las comunas sin haber subido? Hombre, muy fácil, como saben los teólogos de Dios sin haberlo visto. Y los pescadores del mar por las marejadas que les manda, enfurecido, hasta la playa” (Vallejo, 86). ¿Y a qué iría un cínico y escritor a los infiernos si no le interesa describirlo?, ¿acaso va a buscar su yo, su inverso?, ¿sabe él que pertenece a ese lugar tan feo y que por eso le resulta tan familiar todo aquello?
“Alexis y yo diferíamos en que yo tenía pasado y él no; coincidíamos en nuestro mísero presente sin futuro: en ese sucederse de las horas y los días vacíos de intención, llenos de muertos” (Vallejo, 76)
“Alexis y yo… coincidimos en nuestro mísero presente sin futuro”, linda identificación ésta, la de un sicario y un cínico, juntos sin futuro, inmersos en un presente mísero. En Colombia, dicen los noticieros, hay víctimas y asesinos , en éste infiernito vallejiano víctimas no hay ninguna, todos son culpables: de la vida, de respirar, de existir. Y si todos son culpables significa que pueden existir en el mismo nivel, en el mismo anillo del infierno. Y si hay identificación, pues comparten todos, el mismo nivel del infierno, entonces, surge la mayor de las identificaciones: la identificación del amor. Y el amor, se sabe, es el mejor universo para los descubrimientos.
A su manera, también ésta, es la novela de los descubrimientos. Luego de que Alexis no roba a su amante, tras la primera noche de amor , Fernando confiesa: “entonces entendí que Alexis no respondía a las leyes de este mundo” (Vallejo, 17) Alexis descubre que a su amante no le gustan las mujeres, o mejor dicho sí. ¡Depende!. “¿De qué?, de sus hermanos”. Fernando descubre que Wílmar, su segundo ángel exterminador, pudo matarlo, igual que lo hizo con Alexis, pero no, Wílmar “se rió y me dijo que si a alguien él no podía matar en este mundo era a mí. Entonces pensé que él era como yo, de los que dejábamos pasar, que éramos iguales, perdonavidas” (Vallejo, 115). Fernando descubre que sus ángeles exterminadores necesitan la música, mejor dicho el ruido que llaman música, necesitan comprar cosas, ropa. Descubre que Alexis necesita música, pero que aún así es capaz de botar la casetera por la terraza, descubre que Wílmar reduce sus necesidades a comprar mercancías, pero no sólo para él, para su mamá también… cuantos descubrimientos en esta novela de descubrimientos. Y todos se dan en el plano del amor, sí, el amor que nadie espera que exista en el infierno de Vallejo. Si puede existir una imagen triste en el infierno, en este infierno de muertos, es la imagen de dos amantes, un revolver y un perro desahuciado. Los tres, mejor dicho los cuatro si contamos el “tote”, en medio de un mar de mierda. Lo triste no es verlos en medio de esas aguas sucias, residuos de esa ciudad-infierno, lo triste es ver el drama: el ángel exterminador incapaz de disparar contra el perro moribundo, el viejo desesperado, y luego, dos disparos, uno contra el perro, el otro contra el suelo, y los dos lloran, Fernando y su ángel, abrazados, embriagados, tan cercanos a la muerte que llegará mañana. En el infierno de los cínicos existe, no lo duden, el amor, la solidaridad.
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________________ El río del tiempo. Alfaguara. Bogotá, 2002