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Literatura y Narcotráfco

El estudio de las relaciones entre literatura y narcotráfico y muy concretamente de las novelas que centran su atención en el fenómoeno, puede realizase desde muy variadas perspectivas. De hecho, uno de los estudios más importantes al respecto, el libro Solo las cruces quedaron del profesor de la Universidad de Chihuahua Ramón Olvera , ofrece un estudio en el que plantea las relaciones mu lúcidas entre novelas colombianas y mexicanas que resulta no solo muy esclarecedor, sino oprtuno y verosimil. En el libro, Olvera analiza en un corpus muy variado y representatvo los distintos apsecto que eelna las novelas que ratan el narcotráfico.

Sin embargo, nos interesan aquí específicamente las relaciones de las novelas del narcotráfico con la llamada narcocultura, Como en el caso de la novela de Luis Miguel Rivas: Era más grande el muerto.

En Colombia, es importante el trabajo desarrollado por Juan Alberto Blanco. Una síntesis fundamental, la ofrece el autor en su artículo: Historia literaria del narcotráfico en la narrativa colombiana.

Retrato hablado: Carlos Monsivaís (videos)

Mentalidades y literatura: una forma de llegar a la cultura popular

La relación entre mentalidades y cultura popular ha sido harto estudiada, especialmente entre los llamados «historiadores de las mentalidades». De entre ellos se destaca el francés Michelle Vovelle quien, en su libro: Ideolgías y mentalidades, hace un recuento de los trayectos, desafíos y limitaciones de la «llamada historia de las mentalidades», una corriente histórica que ha buscado la «reivindicación» y la visibilización de los sectores que no acceden al instrumento y a las instituciones que oficializan los hechos históricos. Por mucho tiempo, la historia se dedicó a destacar los hechos de los grandes hombres y paralelamente la de los grandes ideólogos (historia de las ideas o de las ideologías), dejando por fuera el papel del hombre común, de las colectividades y sobre todo de las creencias o mentalidades, es decir, de aquellos modos de aprehender la realidad que no responden a las condiciones de constitución de una ideología como son: estructura coherente de pensamiento (llamada también concepción o visión de mundo, elaborada de forma consciente y registrada por lo general en obras filosóficas), producción de obras literarias y artísticas derivadas de dicha concepción de mundo e impacto sobre las instituciones (escuela, estado, etc.).

La historia de las mentalidades se dedica pues a rastrear y reconstruir «otras» concepciones de mundo no ideológicas en el sentido descrito antes, basadas sobre todo en la tradición oral, en la persistencia de creencias, de ritos y de costumbres, reflejada en lo que podríamos asimilar a obras y acontecimientos de cultura popular (artesanías, objetos de consumo, festividades populares, ritos, etc.) y cuya «visión de mundo» es vivida de manera más o menos inconsciente. Esa doble dificultad: de un lado, la ausencia de fuentes (sobre todo escritas) que den cuenta directa de esas otras concepciones, y el carácter no elaborado (no concientemente elaborado) de las mentalidades constituyen a la vez el reto y el sentido de ese ejercicio histórico llamado historia de las mentalidades.

Ha sido Vovelle quien ha reivindicado el papel de la literatura como fuente de mentalidades, aunque lo hace acotando su «insoslayable» función para casos donde la obtención de otras fuentes es dificultosa. De todos modos es con él con quien se abre la posibilidad de relacionar literatura e historia de las mentalidades.

Parece haber un punto de contacto claro entre la historia de las mentalidades y la historia literaria cuando ésta se dedica a «rastrear» lo que podríamos llamar los temas favoritos propios de la historia de las mentalidades: la muerte, la vida cotidiana, la fiesta, etc.; de modo que lo que hermanaría estos dos géneros historiográficos sería su campo de acción, su temática. Sin embargo, si bien esta condición puede dejar bien parado al historiador literario, en cambio genera una pregunta aún más compleja para el historiador de las mentalidades: la de la pertinencia de la literatura como fuente histórica.

Desde una perspectiva distinta, existiría otra manera de hermanar historia literaria e historia de las mentalidades y sería deslizando el énfasis hacia éste ultimo género, de modo que lo que haría el historiador de las mentalidades sería emplear la fuente literaria y ponerla al servicio de sus propósitos. Esto suele suceder en casos en que la literatura se vuelve una fuente importante (tal vez por escasez de otras, como el testimonio o las fuentes iconográficas y arqueológicas).

Para Vovelle, sin embargo, el asunto se podría resolver en la medida en que las dos estrategias se pudieran complementar con base en lo que él llama una historia total o vertical «que toma el hecho para intentar analizarlo (a través del hilo del tiempo) en todas sus prolongaciones, hasta la complejidad de las producciones más sofisticadas de lo imaginario, lo cual incluye, la religión, la literatura y el arte, en una palabra, la ideología en sus formas elaboradas» (Vovelle, 42).

Es entonces cuando resulta importante retomar la diferencia base entre ideología y mentalidad. Vovelle propone la discusión desde el punto de vista de una posible autonomía de la noción de mentalidad frente a la de ideología. En principio, una historia de las ideologías estaría del lado de la mirada sobre las élites, mientras que la historia de las mentalidades estaría del lado de una mirada sobre los marginados y los desviados. Tanto ideología como mentalidad serian conceptos que responden a «dos herencias diferentes, dos modos de pensar: una mas sistemática y otra voluntariamente empírica…» (Vovelle, 13).

Habría dos caminos para decidir sobre una autonomía del concepto de mentalidad: de un lado, el examen de su inscripción en el de ideología. De otro, forzar su posible comportamiento independiente. En el primer caso, habría varias interpretaciones de dicha inscripción: la primera vería la mentalidad como la traducción de un nivel inferior de ideología, como las huellas de una ideología hecha trizas y la segunda apuntaría a ver la mentalidad mas bien como resistencia, como identidad preservada y auténtica más allá de la contingencia ideológica. Quienes optan por una consideración de la autonomía del concepto de mentalidad, acuden por lo general a los términos «inconsciente colectivo» o «imaginario colectivo«, nociones que remiten a la autonomía de una aventura mental colectiva que obedece a ritmos y causalidades propias, aparentemente independiente de todo determinismo socioeconómico y sin referencia a las ideologías constituidas (Vovelle, 16).

A nuestro entender, el uso de la noción de mentalidad en literatura debe ir ligado al de «ideología» (definida desde la perspectiva sociocrítica), ya sea que se entienda aquí mentalidad como «traza» o como «resistencia» ideológica. Sólo así, creemos, es cómo podríamos entender la calificación de «testimonio insoslayable» que finalmente hace Vovelle cuando se refiere a la literatura.

Ahora, para volver al asunto de la cultura popular, podríamos partir de la hipótesis de que en la mayoría de las obras literarias (sobre todo narrativas) está contenida a su vez la mirada de las élites (en el hecho de la autoría misma, de la elaboración personal del autor) como la situación-mirada de los marginados (ya sea en el testimonio de estos sectores que ofrece el autor como parte del contenido de su obra o en la capacidad de dialogismo ideológico y de «polifonía» que pudiera portar) y entonces se podría conformar un campo de estudio para el caso de obras literarias en las que fuera evidente o «extraíble» esta relación, de modo que pudiéramos entender la ideología de la obra por el contraste con las mentalidades que reporta, valora, explicita; y a su vez, comprender las mentalidades (lo colectivo, lo popular) en función de la una «crítica dialógica».

Un ejemplo de estas posibilidades se da en el estudio Pájaros, bandoleros y sicarios, en la que se compara la manera como en tres obras narrativas colombianas se puede descubrir esa relación que se da al interior de la obra (consciente o inconsciente, de todos modos lingüística, de todos modos literaria) entre ideología y mentalidades, con base en el estudio del tratamiento del personaje abyecto que hacen los autores: el pájaro, el bandolero y el sicario.

El asunto de la historia de las mentalidades en relación con lo popular también ha sido estudiado por otros autores, especialmente Roger ChartierCarlo Ginzburg, quienes entienden de una forma no esencialista la relación entre cultura popular y alta cultura: ven en ese conjunto una relación horizontal de mutua influencia, de constante contaminación mutua (Chartier destaca como ejemplos de esa influencia mutua dos casos: el de Ginzaburg, quien en su famoso libro El queso y los gusanos, demuestra cómo Menochio, el humilde molinero casi analfabeta protagonista de su relato se apropia de lecturas literarias para argumentar y defender ante la Santa Inquisición su extraña cosmovisión; y el de Mijaiil Bajtin, quien en sus estudios sobre Rabelais, muestra la manera como este monje escritor cultísimo es capaz de dar cuenta en su literatura de la cultura popular del carnaval en la baja edad media)

En Colombia, la relación entre mentalidades e ideologías en su literatura, ha sido una constante. Augusto Escobar afirma:

No pocos ven en la Violencia el funcionamiento de un sistema bárbaro, semicapitalista, inhumano, pero no atinan a descubrir los mecanismo de ese funcionamiento. En estos novelistas se produce una crisis de identidad que no logran resolver. Esta se manifiesta en una práctica escritural que deja entrever el tipo de mediaciones que la cruzan, particularmente de tipo socio-ideológico, donde se observan no sólo visiones particulares de la realidad, sino también ciertas formaciones sociales que se interponen. Conscientes de su complicidad -aunque sólo fuese la complicidad del silencio- de su clase de mantenimiento de una sociedad basada en la explotación de otras clases, esos y otros escritores se alejan de ella, la repudian consciente, política y públicamente, y se solidarizan, por simpatía, con quienes van a ser sus personajes, pero no logran, en compensación, identificarse con ellos: pertenecen a otra clase, a otra mentalidad, a otra cultura cuyos símbolos no aciertan a descubrir o a interpretar. Se quedan, entonces, a medio camino, en una suerte de «tierra de nadie ideológica» que, sin embargo, resulta pertenecer a alguien: a  la propia mentalidad de clase que pretenden condenar y abandonar (Adoum, 1981: 280)

El caso de la Novela «La caravana de Gardel» del escritor Fernando Cruz Kronfly,  es bien interesante en le sentido en que la dicotomía entre mentalidades e ideología  se da a a través del mecanismo de un narrador que expone una ideología (específicamente la de la ilustración, o mejor la de una nostalgia por la ilustración) y un protagonista que actúa según una lógica de las mentalidades. Una muestar de esa dicotmía se da en esta reflexión del narrador acerca de la forma como el hombre común incorpora la modernidad (pag. 123): 

“aquella música de bajos fondos lo decía todo acerca del ingreso tan conflictivo como ambiguo de sus almas en la imagen de lo moderno, con su correspondiente estropicio pero a la vez con su rara fascinación a causa de los objetos técnicos de que venía acompañada y al nuevo sistema de valores que parecía asistir al tránsito de lo rural a lo urbano, en medio de las nuevas igualdades y libertades femeninas …”-

DEBATE

Dada la clara diferencia entre expresión ideológica (la literatura una de ellas) y expresión de mentalidades, ¿es posible expresar lo mental popular por medio de la literatura?

¿Qué tanto puede expresar la literatura la dicotomía entre claridad/estructura ideológica vs inconsciencia/creencia mental?

¿Se impone como criterio una valoración de aquella literatura que sea capaz de dar cuenta de las mentalidades?

¿Qué tipo de literatura hay que hacer: a) ¿una que monopolice la belleza y la haga inaccesible a la masa popular? O b) ¿una que “descienda a las masas y le dé una oportunidad de reconocimiento?

De Macondo a McOndo a macon.doc

Hablar de una secuencia de escritores latinoamericanos que corresponden sucesivamente a la generación Macondo (del “boom”), la generación McOndo (años 90s) y la de macon.doc , generación que se asociaría con las condiciones de una ciudad hipertextualizada (Álvaro Bisama) o virtual (Alvaro Cuadra), versiones más recientes de la ciudad letrada, parece muy sugerente a la hora de dar cuenta de tres momentos muy importantes de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI.

La generación McOndo (a la que pertenecen autores como Alberto Fuguet, nominador del fenómeno) es la generación propiamente posmoderna, ella continúa la labor empezada por Puig o por Luis Rafael Sánchez de inclusión de códigos masivos en la literatura (aquí ya ni siquiera se puede hablar de novela), renovándolos (se incluye ahora el mundo adolecente, el rock, el comic, las jergas y por supuesto el cine) y puede atribuírseles también, siguiendo a Amar Sánchez, la intención de abrir la expresión para ganar espacio y un lugar en el canon (155). Pero lo hacen en forma tan radical que ya no juegan a los malabares de transformación del código, sino que simplemente exponen los medios, conscientes de que “los medios reproducen el rol contradictorio que siempre es objeto de los debates sobre ellos: son refugios, escapes que ayudan a no pensar y, a la vez, es a través de ellos que se hace posible una lectura que exponga esa alineación” (164)

La narrativa McOndo también se diferencia de las anteriores en su tratamiento del espacio y de la ciudad. Los protagonistas de las historias ya no gustan ni se arriesgan al placer o al peligro de las calles, evitan el contacto físico, saben que todas las ciudades son iguales, prefieren el espacio virtual o en todo caso los no-lugares (centros comerciales, por ejemplo). Desconexión y aislamiento corporal, homogeneización y refugio, nada de utopías: “La pantalla del televisor que nos devuelve un mundo de cultura global ayuda a olvidar que caminar por las calles de esas ciudades es también andar sobre miles de cadáveres sin enterrar…. Después de un siglo de íntima relación entre la representación de lo urbano y de lo mediático, este se vuelve el espacio donde protegerse de esas ciudades que se han vaciado de vida… los relatos McOndo pueden leerse como una desesperanzada y muy politizada representación de la vida en un espacio arrasado por el totalitarismo” (163-164).

Otra diferencia de estos escritores con sus predecesores es que ya no buscan la diferenciación literaria como estrategia para posicionarse en el campo global de la literatura. Ellos ya no creen, como su abuelos los narradores de la generación Macondo (quienes construyeron un sistema de representaciones sobre Latinoamérica en los que se exacerba la dicotomía entre dos espacios: el “civilizado” y el “natural”), que la literatura latinoamericana deba ser diferente para ser reconocida: “la insistencia de los textos McOndo en la cultura urbana, en la pertenencia a un mundo globalizado y en la semejanza de códigos masivos y sociales con los del primer mundo, parece una respuesta explícita a esa tradición” (164). Rechazan el imaginario regionalista latinoamericano y del realismo mágico como una estrategia tanto literaria como política de cambiar tanto el canon como la mirada sobre América latina: “En la narrativa McOndo culmina así una red de filiaciones, una cadena textual que se reiteró a lo largo del siglo (pasado) con gestos y estrategias de uso, apropiaciones y diferencias con las formas masivas populares… (un juego) signado por la atracción y le deseo de explotar su seducción, pero también por la necesidad de establecer distancias… (que) expone la imposibilidad de la fusión absoluta y recuerda que toda lectura… de la diferencia cultural implica siempre la mirada desde otro espacio” (165)

Ahora, calificar la generación McOndo como posmoderna implica otra serie de consideraciones que permiten vincular a su vez cultura popular y de masas con posmodernidad. En efecto, siguiendo a Lozano Mijares (2007), la literatura posmoderna, en tanto expresión de una estética de la posmodernidad se caracteriza por: los siguientes rasgos “Desjerarquización, difuminación de fronteras entre alta y baja cultura, hibridación genérica, exaltación del presente, nueva mímesis, parodia intertextual, nostalgia imposible, plurisignificación, apertura, hedonismo… (196).

Además, establece siete características de la narrativa posmoderna así:

1.Desarrollo de una nueva mímesis realista, producto de la consideración de el mundo como problema ontológico (y no solamente epistemológico)

2.Reconfiguración y nuevo tratamiento del autor, el narrador, los personajes y el lector, como consecuencia de la consolidación del sujeto débil de la representación

3.Preferencia por espacios heterotópicos y confusión temporal

4.Recurso , a nivel macroestructural, de la metaficción, la recursividad, el pastiche, l aparodia y loa apropiación

5.A nivel microestructural, puesta en escena de un antidicurso posmodernos: recurso a la metáfora literal, la alegoría, la polifonía y la espacialización

6.Hedonismo y fin de la utopía como mapa temático

7.Atención a la cultura de masas y a la democratización estética como resultado de su propósito de unir la novela con la vida.

Este último punto es el que más interesa en la relación literatura y cultura popular, en la medida en que el posmodernismo está íntimamente relacionado con la consolidación del fenómeno de la masificación del arte, que en general se manifiesta por la integración (a través sobre todo de la cita y el pastiche) de códigos canónicos y códigos masivos y que en el campo particular de la literatura da origen al término “paraliteratura”.

Los autores posmodernos toman posición frente a los críticos de la cultura de masas, quienes en últimas no admiten que la democracia se extienda al campo de la cultura (o, de otra forma: no quieren que el pensamiento débil se involucre en ella) por miedo a una reducción del valor estético de las obras producto de esa democratización. Los posmodernos son conscientes de que la cultura de masas y el arte para el consumo hacen ya inútil que se margine culturalmente a nadie y por el contrario, creen que ha llegado el momento de permitir “el acceso al beneficio de la cultura a masas ingentes anteriormente excluidas de la supuesta cultura superior; creen igualmente que la cultura de masas ofrece un cúmulo de información sobre el universo sin sugerir criterios de discriminación, sensibilizando al hombre contemporáneo en su enfrentamiento con el mundo e introduce nuevos modos de hablar, nuevos esquemas perceptivos, renovando y promoviendo el desarrollo de las artes llamadas superiores” (190).

La paraliteratura pone en práctica estas consideraciones al, por ejemplo, combinar texto con formas no verbales como el comic, la fotonovela o la canción de autor, y cuando incluye y aprecia la novela de consumo, diversificada en multitud de géneros que podemos llamar por varias razones populares: novela rosa, novela de ciencia ficción, novela del oeste, novela policiaca, novela negra, novela romántica, de espionaje, bélica, de terror, fantástica e histórica.

Pero la importancia concreta de la paraliteratura (a la que vinculamos aquí con la relación literatura y cultura de masas en la narrativa posmoderna) “reside en ciertas invariantes inherentes al propio fenómeno literario… que, o bien son utilizadas en forma paródica, o bien son asimiladas directamente con el posmodernismo” (193-194):

1.Subordinación a la literatura canónica en temas, tópicos, lenguaje y estructuras

2.Es un producto industrial, recupera al lector y se asume como producto del mercado

3.Utiliza en forma simultánea formas que pertenecen a distintos códigos semióticos (hibridismo) y experimenta con los géneros

4.Reivindica la narratividad (por encima de lo lírico o lo dramático): la novela posmoderna considera la realidad como un conjunto de microrelatos

5.Promueve un mensaje global homogéneo y deconstrucción paródica de ideas heredadas y supuestos inamovibles

6.Destrucción irónica, híbrida y paródica de los tópicos las tradiciones y los códigos (no sólo literarios), considerados por los posmodernos como imposiciones de la ideología establecida

7.Sentimentalismo y afición al melodrama, revaloración del sentimiento como salida al vacío nihilista y la pérdida de las certezas de la modernidad.

DEBATE

Propongo revisar y deatr mi proouesta de revisión de ls obras de Rafalel Chaparro, Andres Caycedo ty Efraim Medina, bajo la perspectiva del Horzonte de democaratizacón estética.

LA MICROHISTORIA VISTA POR CARLO GINZBURG

Por Joaquín Uribe

En un Microhistoria: dos o tres cosas que sé sobre ella, artículo publicado por primera vez en 1994, Carlo Ginzburg se ocupa de proponer una definición de lo que hoy conocemos como “microhistoria”, una tendencia historiográfica que pasó a ocupar un lugar central a partir de la década de los 70 y a la que él mismo contribuyó con reconocidos trabajos como El queso y los gusanos o I bienandanti. Pese a la enorme acogida que ha tenido entre historiadores de distintas partes del mundo, la microhistoria ha carecido, para Ginzburg, de una definición que dé cuenta de su especificidad; por esta razón trata, en la primera parte de su artículo, de observar algunos de los momentos en que la palabra “microhistoria” ha hecho aparición.

Desde la que parece ser la primera aparición de la palabra “microhistoria” en un libro del norteamericano George Stewart (Pickett´s Charge: a Microstory of the Final Attack at Gettysburg, de 1959) –donde se encuentra latente una gran preocupación por el “detalle microscópico” y “decisivo” de una batalla–, pasando por el trabajo del mexicano Luis González y González, Microhistoria de San José de Gracia (de 1968) – donde el autor se propuso seguir cuatro siglos de transformaciones en un pequeño pueblo de Michoacán, reivindicando lo que llamó “historia matria”– y por algunas consideraciones negativas de Fernand Braudel – en las que la microhistoria se encuentra asociada a histoire événementielle–; en todos estos momentos, parece indicar Ginzburg, la idea de microhistoria tiene un carácter tan difuso como negativo: se trata de aproximaciones históricas que aun cuando centran su atención en lo “micro”, no dejan tener una posición de dependencia en relación a los grandes relatos de la historia política (en el caso de Stewart) y los modelos sociocientíficos defendidos por Braudel (donde los hechos tienen valor en la medida en que son “repetitivos” o “típicos”, como ocurre en el caso de González y González).

Sólo con Primo Levi – y su libro Il sistema periódico (de 1975)– y con las consideraciones de Richard Cobbs sobre las novelas del escritor Raymond Queneau, la idea de una “reducción de escala” parece tomar, por primera vez, la acepción positiva por la que aboga Ginzburg: es decir, aquella que se desvincula de las connotaciones científicas de un “microanálisis” y que defiende, de manera más coherente, la posibilidad de una narración en la que el fait divers tiene valor no como hecho que se repite, sino como acontecimiento excepcional, irregular.

Una vez trazado este recorrido genealógico del término “microhistoria”, Carlo Ginzburg afirma que ninguno de los microhistoriadores italianos, aun cuando conformen un grupo heterogéneo, podría reconocerse totalmente en alguna de las acepciones citadas. A continuación Ginzburg traerá a cuento las propuestas historiográficas de los autores de la última generación de Annales, estableciendo algunas comparaciones que le servirán para una mayor aproximación a lo que es específico de la microhistoria.

Con algunas de las grandes “decepciones históricas” que se hicieron patentes a partir de la década de los 60, se dio origen a una activa producción intelectual que asumía una posición radicalmente crítica frente a los paradigmas heredados de la Ilustración; la idea de una historia con un desarrollo coherentemente construido, susceptible de ser restablecida en su “verdadera” significación mediante criterios científicos, fue notablemente descentrada. Hubo una reacción generalizada frente al carácter eurocéntrico de historiografías heredadas del siglo XIX. En el caso concreto de los Annales, un nuevo grupo de historiadores – con figuras como Jacques le Goff, Emmanuel Le Roy Ladourie, François Furet, Pierre Chaunu o Michel Vovelle – tomó considerable distancia de los modelos macrohistóricos de Braudel y así “las páginas de Annales (y de las revistas de medio mundo) eran invadidas por los temas propuestos por Le Goff en 1973: la familia, el cuerpo, las relaciones sexuales, las clases de edad, las facciones, y los caracteres. Los estudios de la historia de los precios registraban una brusca caída” (Ginzburg 24). El giro era temático y, por lo mismo, metodológico. Lo anterior se manifestó en una adopción generalizada de la antropología y la etnología por parte de los historiadores.

Los intereses temáticos y la centralidad de la etnología que predominó en los trabajos de la nouvelle historie fueron, afirma Ginzburg, decisivos para el desarrollo de la microhistoria italiana. Pero aquí hay un punto que marca la separación de la microhistoria de los autores franceses arriba citados: el hecho de que el trabajo de éstos seguían estando sustentado en el proyecto de una historia serial. Para Ginzburg, “seleccionar como objeto de conocimiento exclusivamente lo que es repetitivo, y por ello susceptible de serialización, significa pagar un precio, en términos de conocimiento, muy elevado” (26-27). No se trata de proponer una historia que renuncie a las regularidades (lo cual es absurdo); lo que hay que tratar de evitar es que estas regularidades condicionen la selección de los objetos de estudio, que excluyan o impongan distinciones arbitrarias a la gran variedad de fenómenos presentes en un determinado espacio histórico.

El microhistoriador, tal como se proyecta en este artículo, debería estar en condiciones de mantener una curiosidad incondicional frente a las “anomalías surgidas en la documentación” (27). En este sentido, Ginzburg afirma que su interés por un personaje como Menocchio –nacido también de un rechazo al etnocentrismo– no había sido llevado por al camino de la historia serial, “sino a su contrario: al análisis producto de una documentación limitada, ligada a un individuo de otro modo ignorado. En la introducción [de El queso y los gusanos] polemizaba, entre otros, con un ensayo publicado en Annales en el que Furet había sostenido que la historia se las clases subalternas en las sociedades preindustriales puede ser analizada solamente desde una perspectiva estadística” (28).

Estas consideraciones nos remiten al problema de las escalas de observación. Como se habrá deducido de las anteriores reflexiones, la idea de encontrar una correspondencia coherente entre lo “macro” y lo “micro” no es el principal objetivo de la microhistoria. Pero tampoco se vincula con ese carácter “posmoderno” que le atribuía F.R. Ankersmit, donde se el historiador centra toda la atención en las “hojas” renunciando a “las ramas”. La solución a este dilema –que plantea importantes problemas metodológicos– parece estar en las reflexiones de Sigfried Krakauer alrededor de un libro de Marc Bloch (La Société Féodale): entre éstas Ginzburg señala la que podría ser “la mejor introducción a la microhistoria”; para Krakauer, en el libro de Bloch se trataba de buscar “un continuo ir y venir entre micro y macrohistorias, entre close-ups y tomas largas o larguísimas (…) capaces de poner continuamente en cuestión la visión de conjunto del proceso histórico mediante excepciones aparentes y causas de corta duración. Esta prescripción metodológica desemboca en una afirmación de carácter decididamente ontológico: la realidad es fundamentalmente discontinua y heterogénea” (33).

Considero que la posibilidad de una historia heterogénea y desjerarquizada, que no pretende afirmarse en un único “relato”, es el aporte más valioso de la microhistoria – aunque esto no quiere decir que en ella no existan tendencias culturales y políticas que influyan sobre los procesos de selección de los temas y los acontecimientos–. Aun cuando esta condición pueda ser asociada en algunos de sus puntos con el posmodernismo, hay que señalar aquí una importante diferencia: que no se trata de una historia “relativista” que renuncia a la posibilidad de una existencia real de los acontecimientos históricos. La microhistoria no se acoge de ninguna manera a reducir la historiografía a su dimensión “textual” (como propondría Hayden White), sino que busca reafirmar su valor cognoscitivo en una relación más crítica y matizada con los modelos metodológicos de tradiciones anteriores.

En esta reseña he tratado aludir a ciertos aspectos importantes de la propuesta de Carlo Ginzburg, resaltando algunas de las problemáticas que le otorgan a la microhistoria sus particularidades historiográficas. He observado, así, dos aspectos centrales: el del distanciamiento de una historia “serial”, que sigue predominando en buena parte de los trabajos de la última generación de Annales (aunque en ambos casos el “giro hacia la cultura” asuma una dirección parecida), y el del alcance cognoscitivo de una historia que, sin prescindir de lo “macro”, es capaz de sostenerse en las anomalías más que en las analogías de los acontecimientos y los actores del pasado. Pero he descuidado, por motivos de espacio, otros aspectos de gran importancia dentro de la práctica de la microhistoria: no me he detenido, por ejemplo, en el restablecimiento de “historia narrada” por parte de los microhistoriadores (en el sentido en que la defendía Lawrence Stone, esto es, de una narración que no va en detrimento del conocimiento de lo real, sino que puede servir para potenciarlo), ni en la importancia de la etnografía y la “descripción densa” de Glifford Geertz, ni en las reflexiones de Ginzburg sobre el papel que novelistas como Raymond Queneau, León Tolstoi o Italo Calvino han tenido dentro de la conformación de la microhistoria.

En su artículo Ginzburg se ocupa de aportar una definición que responde a sus propios trabajos y a los de sus colegas italianos. Ni siquiera en esta “reducida escala” la microhistoria podría entenderse bajo parámetros metodológicos estables; hay que decir esto podría hacer difícil el acceso de historiadores que pretendan aproximarse a ella, o llevarla a disolverse en una multiplicidad de tendencias que, con el tiempo, perderían el vínculo con su origen común, causando quizás una proliferación de debates estériles.

BIBLIOGRAFÍA

-Fotana, Josep, La historia de los hombres, Barcelona: Crítica, 2005.

-Ginzburg, Carlo, Microhistoria: dos o tres cosas que sé sobre ella, Revista Manuscrits, No. 12, págs. 13-42, 1994.

-Iggers, Gerog G., La ciencia histórica del siglo XX: las tendencias actuales, Barcelona: Idea Books, 1998.

¿QUIÉN DEBE CANONIZAR A FERNANDO VALLEJO: LAS LISTAS, LOS MODELOS HISTORIOGRÁFICOS O LA CRÍTICA?

Por Orlando Barón

Todo empezó cuando me presentaron una lista de novelas sobre el narcotráfico. La lista, bastante extensa por donde se le mire, incluía alrededor de cincuenta obras. Me llamaron la atención varias de esas novelas e incluso recuerdo algunas: Delirio de Laura Restrepo, Tuyo es mi corazón de Juan José Hoyos, 2001: romance en la narco-guerra de Gonzalo Mallarino, Leopardo va al sol, El cielo que perdimos, Quítate de la vía perico, Morir con papá de Oscar Collazos, Noticia de un secuestro de García Márquez, Rosario Tijeras de Jorge Franco, La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, El cerco de Bogotá de Santiago Gamboa. La lista, les dije, es bastante extensa y me es imposible recordarla en su totalidad. Todas estas novelas se refieren al narcotráfico, fenómeno muy colombiano éste; tan colombiano como la violencia y las decenas de novelas que hablan de las matanzas, y los muertos, y los descuartizamientos, y todo eso que se le ocurrió a los colombianos durante el siglo XX. Debo decir que muchas novelas de la lista ni las conozco. Piensen cuál de ellas han visto ustedes en las librerías. Quizá, la de García Márquez, la de Jorge Franco, la de Fernando Vallejo o la de Laura Restrepo. En las librerías se exhibe lo que se vende o lo que se quiere vender, cómo saberlo. Son más de cincuenta novelas como les dije y lo primero que me pareció es que eran demasiadas (y no falta quien diga que en Colombia no escribimos sobre lo que nos pasa).

¿Demasiadas?…

… tantas como las novelas que se escribieron en su momento sobre la violencia. Pero de lo que quiero hablar no es de que sean demasiadas, eso es un asunto de números y estadística, de lo que quiero hablar es de los problemas que conllevaría sacar una sola novela de esta lista. La pregunta que me resultó ineludible frente a semejante inventario de obras fue esta: ¿hacemos justicia a La virgen de los sicarios si decimos que es una novela sobre el narcotráfico?, y esta otra: ¿cuando ponemos la obra de Vallejo junto a tantas otras y decimos, de tajo, que refleja la situación social de Medellín en los años noventa, no estamos tomando la parte por el todo?, ¿no estamos asumiendo la novela como un simple documento?

Cuando me quedé mirando al estudioso de la literatura que hizo la lista de novelas sobre el narcotráfico, no pude dejar de asociarlo con un señor venerable que se coge la cintura mientras se agacha y organiza la vitrina por temas en una librería. Entonces pensé: es una suerte para cualquier país que no todos los estudiosos de la literatura sean venerables señores que se cogen la cintura, es una suerte que existan estudiosos que no organizan su trabajo por el número de obras que leen sobre un mismo tema; es una suerte que existan estudiosos que leen una novela, la analizan y luego escriben. La desventaja de los estudiosos que estudian una sola novela, terminé de pensar, es que con su método de trabajo nunca alcanzaran a estudiar todas las novelas que aparecen sobre el narcotráfico. En realidad el mundo perdería mucho sin estos señores que se cogen la cintura, estos señores que presentan novelas como quien presenta estadísticas. Dije que todo había empezado por la lista y como ven no fue por la lista sino por las preguntas que no pude dejar de hacerme frente a la lista. Otra pregunta que me hice fue si le hacíamos justicia a una novela como La virgen de los sicarios al dejarla allí, insignificante y casi invisible entre esas cincuenta novelas de que venimos hablando. Además había leído la novela y me parecía que podían decirse muchas cosas distintas. Y pensando en la lista de novelas y pensando en La virgen de los sicarios se me vino la pregunta sobre la forma en que canonizamos las obras en este país de novelas, escritores y estadísticas.

Y tratando de responder la pregunta se me vino a la cabeza otra lista. La lista de críticos e investigadores que han hecho síntesis de modelos historiográficos en Colombia: Curcio Altamar, Bodman Pietrowski, Raymond Williams, Luz Mary Giraldo, Jaime Alejandro Rodríguez, Huber Poppel, Augusto Escobar Mesa, en realidad son varios más y para hacer justicia a las listas: todos son investigadores importantes. Y viendo las dos listas, a cambio de una, ahora tenía dos (las dos tazas del caldo pal que no quiere una), me empecé a preguntar cómo proponer la canonización de Fernando Vallejo desde todas estas listas. Y de rebote llegaron más preguntas: ¿quién canoniza los escritores de un país?, ¿los hacedores de listas, los críticos o los historiadores de la literatura?, ¿serán todos? Y si son todos, ¿cómo se ponen de acuerdo?… aparecieron más preguntas, pero mejor evito tanta “preguntadera” no va y sea que me invente una nueva lista.

Para contestar la primera de las preguntas, quise empezar por la segunda lista, pues la primera, ya saben, me causó un gran estremecimiento; entonces me fui al blog Novela colombiana del profesor Jaime Alejandro Rodríguez y me detuve en el título: síntesis de modelos historiográficos. Los modelos historiográficos, se sabe, no quieren analizar obras sino ayudar a entender la literatura como un suceso histórico, social, cultural o nacional. Y de leer estás síntesis me empezaron a asaltar las dudas (esas atracadoras intelectuales), para resumirles le escribo una sola: ¿podemos canonizar a Vallejo desde esas síntesis teóricas que ayudan a ver la literatura como un hecho histórico susceptible de objetivarse? En su libro, Curcio Altamar nos plantea, y que esto vaya a título de ejemplo, “que La tarea de la historia literaria es la de desentrañar las relaciones entre la ficción y la realidad, esto es, las relaciones entre realidad representada y realidad histórica” . Y teniendo referenciada tal propuesta, se me vino a la cabeza, leer el planteamiento completo de Altamar, leer la novela de Fernando Vallejo una vez más y empezar a desentrañar (aunque sonara carnicero el término) esas relaciones entre la novela y los hechos del narcotráfico que se dieron, esos hechos que vimos en televisión o que oímos o vivimos. Imaginen las posibilidades: los sicarios de Medellín, esos niños de carne y hueso que azotaron a bala a cuanto cristiano decían los narcotraficantes que había que santificar de un tiro y esos dos ángeles exterminadores que los representan en la novela de Fernando Vallejo. Claro que Alexis y Wílmar, los dos ángeles de Vallejo, además de sicarios tenían algo de homosexuales, y de sicarios sin empleo, y de niños que se exterminan unos a otros por el simple gusto o la simple rabia, igual que gallos en gallera municipal. ¿Reflejan los niños de Vallejo los sicarios de los años noventa en Medellín?, ¿los deforman?, ¿le agregan más vicios de los que en realidad les correspondía?. Preguntas así se pueden responder si uno toma de manera rigurosa los planteamientos de Curcio Altamar. A lo mejor termina concluyendo que a quien hizo la lista de las novelas del narcotráfico no le faltó razón para incluir esta obra donde la incluyó. Por esta vía, la de Curcio Altamar, ¿podría Canonizarse a Fernando Vallejo y su novela?; por esta vía ¿se podría arrojar al río de la historia de la literatura nacional La virgen de los sicarios? Sin duda que podría hacerse, pero, ¿no estaríamos cayendo, al hacerlo, en los prototipos de canonización de una historia, de una historiografía: la de Curcio Altamar?

Otro ejemplo, aunque no de lo mismo. En el capítulo primero de su libro La narrativa colombiana y sus paradigmas del siglo XX, Luz Mary Giraldo, menciona que “Con García Márquez y Álvaro Mutis se habla de la narrativa en la plenitud del siglo XX. Colombianos, hispanoamericanos y universales, el mundo literario que los define marca distintos derroteros tanto en lo temático, como en lo formal. Su obra constituye un proceso de evolución y desarrollo de notable importancia en la narrativa actual, gracias al mundo creado, a sus influencias literarias y sus reconocimientos nacionales e internacionales” . De Vallejo, ¿no se pueden decir cosas así?, “¿colombiano, hispanoamericano, y universal?”, “su obra constituye un proceso de evolución y desarrollo de notable importancia de la narrativa actual” …¿no podría una lectura crítica de Vallejo y su obra concluir cosas así?: Después de García Márquez y Álvaro Mutis, un paisa, un rebelde, un provocador, un escritor que también tomó distancia de Colombia, de Medellín, y que desde la distancia renovó la escritura sobre esa Colombia, esa Medellín. ¡Que la prosa de Vallejo es un registro diferente!, ¡un registro medellinense!: debe ser posible demostrar algo así. Para demostrarlo que hablen los niños, los niños con “fierro”, sólo para ver cómo se oye ese español en sus labios de querubines del infierno. O que hable el gramático, el último gramático de este país que no más arranca la novela y ya está definiendo, haciendo precisiones con los nombres. No más arranca la novela y ya está en su papel de gramático definidor: “¿saben qué son?, ¿saben quién es?, (porque sé que no lo van a saber)” … y toda está en la primera página de la novela, la página siete, que es donde arranca esta historia de los sicarios. La primera pregunta: ¿Saben qué son? Se refiere a los globos, “¡qué saben ustedes de globos!”, nos dice inmediatamente. Él sí sabe que son, él que los vio. “son rombos o cruces o esferas hechos de papel de China deleznable”. En esta novela el último gramático lo define todo, ¿no es definiendo todo como se hacen las novelas? Desde La narrativa colombiana y sus paradigmas del siglo XX, se puede, sin duda, establecer los puentes que van de Mutis a Vallejo, de García Márquez a Vallejo. Puentes no muy estables en todo caso, pues lo que se ve son rupturas y no tradiciones, las rupturas de que está hecha la literatura nacional.

Y ¿por qué no enviar a los desfiladeros del postmodernismo a Fernando Vallejo?, ¿por qué no retomar algunas ideas del profesor Jaime Alejandro para hacerlo?, ¿por qué no valernos del texto Antidiscursividad en la literatura postmoderna? Para decir de esta literatura de Fernando Vallejo que “el narrador asume el papel de compilador y organizador (editor) de las materias narrativas al interior del mundo ficticio y no es un inocente colector de textos preexistentes, sino un activo productor de discurso intertextual” ¿por qué no decir desde Raymond Williams que La virgen de los sicarios “ no busca un universo organizado sino que más bien lo subvierte, y con frecuencia utiliza como sujeto fundamental el lenguaje o el ingenio verbal. La novela posmodernista demuestra frecuentemente la tendencia a presentarse como una reacción consciente frente a la novela moderna”. Como pueden ver, muchas cosas se puede decir de La virgen de los sicarios desde los modelos historiográficos que sirven para comprender el fenómeno literario en Colombia. Por este camino podemos canonizar a Fernando Vallejo y su novela. Hacerlo implica profundizar en los postulados de los investigadores y buscar las respectivas correspondencias entre lo que fue, lo que es y lo que será nuestra historia de la literatura. Claro que al terminar un trabajo así, siempre quedarán las preguntas, las dudas, en especial una: ¿le corresponde a la historiografía canonizar a Fernando Vallejo y su obra?

Saltemos ahora al terreno de la crítica. La crítica y su herramienta preferida: el ensayo: en un ensayo arriesgar preguntas es lo mismo que arriesgar focalizaciones, valoraciones. Arriesguemos, entonces tres interrogantes. La primer pregunta podríamos formularla así: ¿cómo un escritor como Vallejo, cínico en sus concepciones filosóficas, moderno en sus concepciones de la prosa, se adentra en la Medellín de la última década del siglo XX y encuentra unos muchachitos que parecen ángeles, mercenarios, guardianes, rufianes, todo al tiempo?, ¿qué ve en ellos para que los convierta en íconos de una raza de furiosos y energúmenos? Que Fernando Vallejo es un cínico moderno es algo que, de manera pretenciosa (la única manera que conoce el ensayo), se quiere también demostrar en estas páginas.

Empiezo diciendo que Vallejo es un cínico moderno y que sólo un cínico moderno puede llegar a escribir una historia como La virgen de los sicarios. Vincent Gozálvez en un texto que lleva por título: Cinismo y sociedad de la información, dice:

“La identidad del yo como individuo reivindicada por los cínicos, por Diógenes por ejemplo, viene a ser quizás la primera forma de individualismo en Occidente, un individualismo aclamado, si se quiere, de una forma simple, radical y grotesca”

Hay muchos lugares comunes en los comentarios que se dicen y escriben sobre Fernando Vallejo. Uno de esos lugares comunes dice que Vallejo es un escritor irreverente, provocador. Su actitud, disguste o asombre, incomode o denuncie, refleja el afán del escritor antioqueño por estar más allá de la δόξα . No desaprovecha ocasión, el escritor, para reafirmarse en su individualidad, en su particularidad. “Llevo cientos de páginas diciendo “yo” y hasta ahora nadie me ha visto”, dice en Años de Indulgencia, la cuarta de sus novelas. “yo he vivido a la desesperada (…) y un día me tuve que ir sin quererlo” dijo una tarde en el parque Nacional, en un encuentro de escritores. “¡Bum! ¡bum! ¡bum! La cabeza del niño, mi cabeza, rebotaba contra el embaldosado duro…” así empieza sus “días azules” y etcétera, etcétera, etcétera, podríamos hacer bien extensa esa lista. El afán de reafirmar la individualidad, admitamos, no es exclusividad de los cínicos en nuestros días. Todos, en los tiempos que corren, reivindican su individualidad; pero admitamos también, reivindicar no significa profesar, no todos dejan de vivir con sus congéneres para irse vivir con un perro, no todos viven o han vivido en un país ajeno al suyo ni han renunciado a su nacionalidad, no todos escriben 711 páginas hablando del río del tiempo que arrastra su “yo” y que no se detiene y, otra vez etcétera, etcétera. Vallejo es cínico en su afán de reafirmarse como él, de reafirmar o negar el mundo desde su propio él . Afirmar la individualidad exige hacer de la libertad una patria; una patria que debe aceptarse de manera “simple, radical y grotesca”. El mismo Gonzálvez sostiene que el cínico “toma conciencia de su identidad frente al Estado, o si se quiere al margen de la sociedad. De ahí su empeño por conculcar las normas sociomorales convenidas, su gesto provocativo, burlón o irónico”. Quienes conocen a Vallejo, al hombre, al escritor, advierten, al instante, la correspondencia entre esta caracterización y el autor de La virgen de los sicarios. Otra correspondencia, esta no de afirmación, ni de identificación, puede entreverse entre ese Vallejo y esta definición de José Iglesias Fernández: “el cinismo, más que una filosofía, fue una forma de vida, en la mayoría de los casos esforzada y exigente. Los cínicos despreciaban los bienes materiales, los placeres, las pasiones, las normas sociales y los lazos nacionales”. Fernández hace referencia aquí a los cínicos antiguos, sin embargo, admitamos, la referencia casi se corresponde punto por punto con el Vallejo que conocemos. Sobre estas correspondencias propongo la primera focalización de que hablé antes: la escritura de un libro como La virgen de los sicarios sólo se concibe desde un punto de vista cínico y moderno. Cínico en el sentido filosófico antes descrito, moderno en la concepción de una escritura que fluye como conciencia, una escritura que describe, cantaletea y reflexiona: en ese orden.

Hay dos definiciones, muy al estilo wikipedia que nos pueden ayudar a precisar: la primera es que los cínicos buscaban “la vía de la verdad” y no la “vía de la opinión”. La segunda tomada de Iglesias Fernández dice que “el cinismo era una forma de pensar, de vivir, de entender las relaciones entre los seres humanos. (Era) una filosofía del comportamiento humano”. En otras palabras ser cínico es una aspiración: la de ser sabio. Wikiquote define sabio como “el juicio sano basado en conocimiento y entendimiento”.

“Yo hablo de las comunas con la propiedad del que las conoce pero no, sólo las he visto de lejos, palpitando sus lucecitas en la montaña y en trémula noche, las he visto, soñado, meditado desde las terrazas de mi apartamento, dejando que su alma asesina y lujuriosa se apodere de mí” (Vallejo, 30)

La posición de Vallejo en este fragmento es la del sabio: óigase bien, la del sabio, no la del letrado de que habla Ángel Rama. Fernando Vallejo aquí es un hombre que conoce y entiende. “Yo hablo de las comunas con la propiedad del que las conoce”. Pero la forma que adopta su saber y entender no es la ilustrada o enciclopédica, su forma es la de una matrona antioqueña, esas señoras que pasan el día echando cantaleta: insistentes, desesperantes, insoportables: “… pero no, (no conoce las comunas) sólo las he visto de lejos, palpitando sus lucecitas en la montaña y en trémula noche, las he visto, soñado, meditado desde las terrazas de mi apartamento”. Pero su saber y entender han de llegar bastante más allá. No es la enciclopedia, no es la cantaleta, es a la reflexión adonde realmente quiere llegar, el saber del sabio reflexivo, corrosivo, contundente: “(esas comunas que van) dejando que su alma asesina y lujuriosa se apodere de mí” (Vallejo, 30)

En La Virgen de los sicarios son constantes estas conclusiones ácidas. Se arriba a ellas luego de unas descripciones, seguidas de una retahíla. Luego de hablar del levantamiento de un cadáver, por ejemplo, el autor concluye:

“el tiempo barre con todo y las costumbres. Así de cambio en cambio, de paso en paso, van perdiendo las sociedades la cohesión, la identidad, y quedan hechas unas colchas deshilachadas de retazos” (Vallejo, 30)

O hablando del cura Rafael Herreros y de su intención de hacerle casas a los pobres con el dinero de los ricos:

“fue el éxito de este curita pedigüeño haberse dejado llevar por su instinto, su espíritu limosnero, con el cual coincidía con lo más natural y consubstancial de este país damnificado y mendicante, su vocación de pedir, que viene de lejos: cuando yo nací ya Colombia había perdido la vergüenza” (Vallejo, 69)

Conclusiones como éstas, a un tiempo parciales y totalizantes, sólo puede escribirlas un cínico en el sentido filosófico, un escritor que usa bien los recursos narrativos de la prosa moderna; un cínico y un escritor moderno que mira la sociedad y trata, desde su desprecio, de comprender los mecanismos que mueven y contorsionan esa sociedad.

Algunos oyen el nombre de Fernando Vallejo y quisieran pensar, tratan de pensar, en un viejo Diógenes. Esperarían que a la manera de los cínicos de la antigüedad, este Diógenes moderno se detuviera frente a un colegio de monjas y niñas con su sexo al aire, demostrando así que la ropa sobra a quien sabe vivir; esperarían que detuviera el tráfico de una avenida principal justo a la hora pico, el miserable, acostado justo en la mitad de la calle. Existen hombres así, no vayan a creer, y se los toma por locos, y se los insulta. Pero Vallejo no es esa clase de Diógenes. Él camina por ciudad de México, New York, Paris, Bogotá, Medellín, se sienta frente a un computador y escribe historias que suenan como insultos, ironías, paradojas. Es el Diógenes de las letras, el provocador, el exagerado, el exiliado, el crítico. Para él, hacerle escándalo a las monjitas y sus niñas, a los conductores y sus policías es, en el mejor de los casos, un performance, un montaje. Sabe que cosas así pasan, se transmiten por televisión y después, como si nada, se olvidan. Y lo que queda de todo es…: el olvido, la nada, la no existencia. Y allí es donde Fernando Vallejo se ubica, en ese olvido, en esa nada, en esa no existencia. Puesto allí, en el infierno que nadie quiere, su mirada se torna ácida. Deja oír su voz y entonces suena ajena, agresiva ; como el discurso de un pontífice pero a la inversa. Y donde esperamos oír la palabra Dios se oye malparido, y donde esperamos oír huérfano escuchamos hijo de puta, buen castellano, concreto, histórico. Si el cínico viejo, escritor moderno, decide que viajará a Medellín, si decide que ese lugar es el propio infierno, ya no habrá quien lo detenga.

“treinta y tres millones de colombianos no caben en toda la vastedad de los infiernos. Hay que dejar un espacio prudente entre dos de ellos para que no se maten, digamos una cuadra, de suerte que si no se pueden ver por lo menos se divisen. ¡Pero miren qué hacinamientos! Millón y medio en las comunas de Medellín, encaramados en las laderas de las montañas como las cabras, reproduciéndose como las ratas. Después se vuelcan sobre el centro de la ciudad y Sabaneta y lo que queda de mi niñez, y por donde pasan arrasan. “acaban hasta con el nido de la perra” como decía mi abuela…” (Vallejo, 52)

Ir a un lugar así es cuestión de valientes, de increpadores, de gente que no pierde nada si se pierde. Es el viaje de un sabio a la ciudad que ya no existe, que jamás existió. Si es un cínico, dijimos ya, irá por la vía de la verdad, no de la opinión. Y la verdad en este caso no está en el Medellín presente, entonces, ¿dónde?, ¿acaso en el pasado que fue?

“y la nostalgia de lo pasado, de lo vivido, de lo soñado me iba suavizando el ceño. Y por sobre las ruinas del Bombay presente, el casco de lo que fue, en una nube desflecada, rompiendo un cielo brumoso, me iba retrocediendo a mi infancia hasta que volvía a ser niño y a salir el sol, y me veía abajo por esa carretera una tarde, corriendo con mis hermanos” (Vallejo, 97)

El pasado no salva el desastre, sólo sirve de contraste: para ver mejor el mierdero, la hecatombe. Es una ventana para mirar estos mismos lugares en lo que fueron, en lo que llegaron a ser. Lo que fueron y ya no son, lo que fueron y por haber sido, quizás por eso, se agotaron. No es para alimentar esperanzas, es para recordar (como una cantaleta) que aquello que se agota ya jamás vuelve a estar. No hay evocación del pasado; la Virgen de los sicarios no es una novela escrita por el viejo decimonónico de Balzac; es el texto de un colombiano, un cínico, un escritor moderno. Sus palabras no evocan, convocan, son una chispa más para que arda el infierno. El infierno o lo que Colombia convierte en nada, en olvido, en no existencia. Vallejo no es un escritor realista, es un escritor de realidades, de las realidades que Colombia esconde en los abismos de la nada, esas realidades que esconde con vergüenza y resentimiento, sin pudor y arbitrariamente . Si esto es un viaje a los infiernos, inevitablemente descendemos. En uno de sus círculos este infiernito atrapa a esos que en Colombia llamamos inocentes, pero, precisa el cínico:

“Aquí no hay inocentes, todos son culpables. Que la ignorancia, que la miseria, que hay que tratar de entender…Nada hay que entender. Si todo tiene explicación, todo tiene justificación y así acabamos alcahuetiando el delito” (Vallejo, 100).

“Si somos cinco mil millones, camino de seis… vale más un mico tití de los que quedan pocos y son muy bravos. Nada somos, parcerito, nada semos, curémonos de este “afán protagónico” y recordemos que aquí no hay nada más efímero que el muerto de ayer”(Vallejo, 39)

Estos son los inocentes de este infierno. El escritor cínico, dijimos, no describe, no se limita a describir. Describe pero agrega también, a la manera del sabio, su juicio. Juicio mencionamos antes, basado en conocimiento y entendimiento. “Qué cómo sé tanto de las comunas sin haber subido? Hombre, muy fácil, como saben los teólogos de Dios sin haberlo visto. Y los pescadores del mar por las marejadas que les manda, enfurecido, hasta la playa” (Vallejo, 86). ¿Y a qué iría un cínico y escritor a los infiernos si no le interesa describirlo?, ¿acaso va a buscar su yo, su inverso?, ¿sabe él que pertenece a ese lugar tan feo y que por eso le resulta tan familiar todo aquello?

“Alexis y yo diferíamos en que yo tenía pasado y él no; coincidíamos en nuestro mísero presente sin futuro: en ese sucederse de las horas y los días vacíos de intención, llenos de muertos” (Vallejo, 76)

“Alexis y yo… coincidimos en nuestro mísero presente sin futuro”, linda identificación ésta, la de un sicario y un cínico, juntos sin futuro, inmersos en un presente mísero. En Colombia, dicen los noticieros, hay víctimas y asesinos , en éste infiernito vallejiano víctimas no hay ninguna, todos son culpables: de la vida, de respirar, de existir. Y si todos son culpables significa que pueden existir en el mismo nivel, en el mismo anillo del infierno. Y si hay identificación, pues comparten todos, el mismo nivel del infierno, entonces, surge la mayor de las identificaciones: la identificación del amor. Y el amor, se sabe, es el mejor universo para los descubrimientos.

A su manera, también ésta, es la novela de los descubrimientos. Luego de que Alexis no roba a su amante, tras la primera noche de amor , Fernando confiesa: “entonces entendí que Alexis no respondía a las leyes de este mundo” (Vallejo, 17) Alexis descubre que a su amante no le gustan las mujeres, o mejor dicho sí. ¡Depende!. “¿De qué?, de sus hermanos”. Fernando descubre que Wílmar, su segundo ángel exterminador, pudo matarlo, igual que lo hizo con Alexis, pero no, Wílmar “se rió y me dijo que si a alguien él no podía matar en este mundo era a mí. Entonces pensé que él era como yo, de los que dejábamos pasar, que éramos iguales, perdonavidas” (Vallejo, 115). Fernando descubre que sus ángeles exterminadores necesitan la música, mejor dicho el ruido que llaman música, necesitan comprar cosas, ropa. Descubre que Alexis necesita música, pero que aún así es capaz de botar la casetera por la terraza, descubre que Wílmar reduce sus necesidades a comprar mercancías, pero no sólo para él, para su mamá también… cuantos descubrimientos en esta novela de descubrimientos. Y todos se dan en el plano del amor, sí, el amor que nadie espera que exista en el infierno de Vallejo. Si puede existir una imagen triste en el infierno, en este infierno de muertos, es la imagen de dos amantes, un revolver y un perro desahuciado. Los tres, mejor dicho los cuatro si contamos el “tote”, en medio de un mar de mierda. Lo triste no es verlos en medio de esas aguas sucias, residuos de esa ciudad-infierno, lo triste es ver el drama: el ángel exterminador incapaz de disparar contra el perro moribundo, el viejo desesperado, y luego, dos disparos, uno contra el perro, el otro contra el suelo, y los dos lloran, Fernando y su ángel, abrazados, embriagados, tan cercanos a la muerte que llegará mañana. En el infierno de los cínicos existe, no lo duden, el amor, la solidaridad.

BIBLIOGRAFÍA

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VALLEJO, Fernando. La virgen de los sicarios. Alfaguara. Bogotá, 2000.

________________ El río del tiempo. Alfaguara. Bogotá, 2002

El carnaval

V. V. Ivanov en su artículo: La teoría semiótica del carnaval como la inversión de opuestos bipolares , afirma que la principal característica de las distintas manifestaciones del carnaval es la presencia y dinámica de actitudes que buscan el equilibrio y la unificación de dos polos opuestos en la unidad, es decir, la deconstrucción de parejas binarias jerárquicas.

Bajtín por su parte, plantea el problema de la carnavalización (entendida como la influencia del carnaval en los distintos géneros literarios), desde tres cuestiones. 

Una: el carnaval es toda una amplia visión de mundo, persistente desde tiempos inmemoriales. Esta percepción se opone a la seriedad oficial, “monológica y dogmática, engendrada por el miedo, enemiga del devenir y el cambio y que tiende a la absolutización del estado existente de las cosas” (Bajtín, Carnaval y literatura, 335). Según Bajtín, la percepción carnavalesca con su alegría en los cambios y su “feliz relatividad”, rompe todas las cadenas, pero sin la más mínima huella de nihilismo, y de este modo aproxima el hombre al mundo y a los hombres entre sí.

Otra cuestión  es el reconocimiento que hay que hacer de la influencia (y hasta de la determinación) que el carnaval ha tenido sobre los géneros literarios. Desde los diálogos socráticos, hasta la “corriente menipea” que desemboca en la novela moderna, pasando por el cuento fantástico, la literatura (especialmente la que pertenece, según Bajtín, a la corriente dialógica)  ha  estado dispuesta a absorber esa relatividad feliz del carnaval, no sólo como temática, sino, sobre todo, como principio estético.

Pero, la risa del carnaval, si bien sigue haciendo parte de la estructura literaria de los géneros modernos, se ha venido ensordeciendo. Y esto constituye un peligro, pues si algo garantiza la risa carnavalesca es que no deja enredar la expresión en las tentaciones de la absolutización, el anquilosamiento o la seriedad monológica. Ese parece ser el destino de la novela; sobre todo de cierto tipo de novela, comprometida con lo que Kundera, a su vez, llama el decorado realista : novela lineal, performativa, con pretensiones de autotrascendencia que ha perdido capacidad para burlarse de sí misma. En realidad, la historia de la novela podría entenderse como la de su propia auto-limitación, pero también como la de su esclavitud frente a un tipo de discurso organizador que la obliga a una presentación de tipo «verosímil» y «realista» como garantía de performatividad.

Ciudad letrada vs ciudad real

Sólo la ciudad letrada es capaz de concebir, como pura especulación, la ciudad ideal, proyectarla antes de su existencia, conservarla más allá de su ejecución material, hacerla pervivir aun en pugna con las modificaciones sensibles que introduce sin cesar el hombre comun

La intención de Ángel Rama (1983) en su ya imprescindible ensayo, es mostrar la evolución de la relación (cercana/antagónica) entre letrados (intelectuales, encargados de ejercer la letra) y poder, en un mismo espacio: la ciudad (entendida como el espacio donde coinciden las realidades y los símbolos), desde la colonia hasta los días en que escribió su ensayo (años ochenta del siglo XX). En la ciudad virreinal, por ejemplo, este binomio (influjo de las armas e intimidación de lo escrito) está orientado, en palabras de Monsivaís (en su introducción a la edición del año 2004) a consolidar la dominación; y en ese sentido, “lo escrito se presenta con papeles de sello… documentos que le enseñan a las personas su insignificancia ante las instituciones”. Perverso rol de la palabra escrita que así, en palabras del propio Rama: “… viviría en América como la única válida, en oposición a la palabra hablada que pertenece al reino de lo inseguro y lo precario… La escritura… simulaba la eternidad”, hasta el punto de que los dueños de la letra llegan a imponerse sobre una sociedad analfabeta que convierte a los que trazan y descifran signos en artífices de una “religión secundaria”.

La ciudad letrada es para la ciudad virreinal el medio más eficaz de control social y su anillo protector: una pléyade, nos recuerda Rama, de religiosos administradores, educadores, profesionales, escritores y múltiples servidores intelectuales, estaban estrechamente asociados a las funciones del poder y componían un país modelo de funcioanarado y burocracia. “Letrados” que obtienen entre otros beneficios ocio y tiempo para dedicarse a extensas obras literarias: letrados que sirvieron a la administración, al control fiscal a la evangelización y que explica mucho de la ideologización de las muchedumbres, con servicios como la intermediación (ejercicio del lenguaje simbólico), el diseño de modelos culturales y la mecanización del orden.

Pero simultáneamente a la existencia de una ciudad letrada está la ciudad real, la de los no letrados y entre estas dos ciudades hay encuentros (el conveniente: el de de un orden armonioso de dominantes/dominados), pero también desencuentros, muchos desencuentros. Se trata de dos entidades que como el signo lingüístico, dice Rama, están unidas forzosa y obligadamente: “Una no puede existir sin la otra, pero su naturaleza y funciones son diferentes… Mientras la ciudad letrada actúa preferentemente en el campo de las significaciones…, la ciudad real trabaja más cómodamente en el campo de los significantes. Se consolidó así la diglosia característica de la sociedad latinoamericana, formada durante la colonia y mantenida durante la independencia; dos lenguas: una, la pública, impregnada de norma cortesana que sirvió para la oratoria religiosa, las ceremonias civiles, el protocolo y para la escritura; mientras la otra fue la popular y cotidiana, usada en la vida privada y fuertemente criticada por el habla cortesana que se opuso siempre a la algarabía, la informalidad, la torpeza y la invención incesante del habla popular, cuya libertad identificó con corrupción, ignorancia, barbarismo» (73.74).

A la ciudad virreinal siguió la ciudad de las repúblicas independientes que en términos de ciudad letrada se convierte en ciudad escrituraria, rodeada ahora de dos anillos, lingüística y socialmente enemigos: el más cercano el anillo urbano donde se distribuía la plebe y el de los suburbios (barrios indígenas en México) que se extendía por los campos. En la ciudad letrada se concentraron los letrados propiamente, quienes defendieron y acrisolaron el manejo de una lengua minoritaria (el buen decir, las formas corteses); en los anillos (especialmente en el primero) se da una especie de forcejeo por acceder al espacio letrado privilegiado (tensión que va a dar después origen a la literatura testimonial, cuando sea el segundo anillo el que “forcejee”), pero esa batalla de los nuevos sectores que disputan posiciones de poder pasa obligatoriamente por la escritura que así absorbe toda libertad humana. Rama nos da como ejemplo la historia del graffiti (y que tendrá su forma final en el chat, en la pragmática del ciberespacio): “Por la pared en que se inscribe, por su frecuente anonimato, por sus habituales faltas de ortografía, por el tipo de mensaje que transmiten, los grafiti atestiguan autores marginados de las vías letradas, muchas veces ajenos al cultivo de la escritura, habitualmente recusadores, contestatarios, protestarlos e incluso desesperados” (82).

En este punto es pertinente traer aquí la reflexión de Santiago Castro García, (1997) para quien la reivindicación de lo oral y popular, de lo marginal, no es la única forma de socavar la ciudad letrada: la escritura misma es un medio (que se hace, entonces, libertaria), teniendo en cuenta que la escritura no sólo tiene un poder cognitivo, de legitimación de la verdad, sino que puede permitir operaciones de autoreflexibidad (que pueden conducir a la conciencia de clase o conciencia social) y de tipo estético (que permiten obtener conciencia de las necesidades y posibilidades expresivas). Esta reflexión, obviamente se hace pertinente en un ambiente en que la alfabetización se ha consolidado, pero tiene la ventaja de desatanizar el uso de la palabra escrita.

Con la ampliación de la base económica liberal a finales del siglo XIX, se da una nueva variante de la ciudad letrada: la ciudad modernizada. Se empiezan a presentar nuevas tensiones: de un lado, la letra se consolida como palanca del ascenso social y de otro, comienza a abrirse paso la necesidad de extender la alfabetización como estrategia de democratización. Se dan también las primeras “disidencias” en la clase letrada: los que se mantienen en la línea elitista (aparecen las academias de la lengua, por ejemplo, que tendrán en las universidades modernas su contrapunto) y los que se hacen críticos del papel tradicional del letrado y de su cultura (en ese ambiente de disidencia se dará la escritura de la novela que se expone aquí como ejemplo de la tensión entre ciudad letrada y ciudad real: 4 años a bordo de mi mismo). También en medio de la ciudad modernizada se institucionalizan especializaciones y profesionalizaciones del letrado (las figuras concretas del abogado y del periodista).

Otros factores que se destacan en el ambiente de la ciudad modernizada son:

Las figuras de resistencia tradicionalmente simbolizadas en el rebelde y el santo transmutan en las figuras del bandolero y del mesías religioso. Surge la literatura costumbrista, como primer género más allá del canon de las bellas artes (poesía) como efecto de la nostalgia de las élites por el declive de la palabra oral campesina; simultáneamente surge el folclor como disciplina destinada a la “recuperación” científica de los materiales de la cultura rural, asunto que trae como consecuencia el desprendimiento de dichos materiales del sistema de vida de la comunidad para ser incorporado “a lo que ya no podía ser otra que literatura” (muere así la “inefabilidad popular”). A través del ejercicio de la literatura (que empieza funcionar como discurso sobre la formación, composición y definición de la nación) se consolida el sentimiento de lo nacional. Al imponer la escritura y negar la oralidad, la literatura cancela el proceso productivo de ésta y lo fija bajo las formas de producción urbana pero no logra hacer desparecer a la oralidad, ni siquiera dentro de las culturas rurales; más bien la producción oral se mezcla con la escrita y da origen a nuevos lenguajes: la mezzomúsica y el teatro. Surge igualmente con la extensión del proceso de urbanización la literatura que da cuenta de su evolución (sobre todo las experiencias del desarraigo y del extrañamiento). En fin “cuando la ciudad real cambia, se destruye y se reconstruye sobre nuevas proposiciones, la ciudad letrada encuentra la coyuntura favorable para incorporarla a la escritura” (126) no solo . como imagen nostálgica o como deseo y proyecto sino sobre todo como esfuerzo de significación y sentido.

Y he aquí una figura que podría explicar la ambigüedad de la poética modernista (incluidas las obras de Silva y de Eduardo Zalamea)

“Se diría que no queda sitio para la ciudad real: Salvo para la cofradía de los poetas… (a los que ) se los ve ocupar las márgenes de la ciudad letrada y oscilar entre ella y la ciudad real, trabajando sobre lo que una y otra ofrecen, en un ejercicio ricamente ambiguo… combinando un mundo real, una experiencia vivida, una impregnación auténtica con unorden de significaciones y de ceremonias..” (129)

Como resultado del crecimiento de la disidencia letrada y de la emergencia de los sectores medios, Rama habla de una ciudad politizada, caracterizada por dos condiciones: la renovación del equipo letrado (ya no sólo hijos de buenas familias, sino descendientes de artesanos, pequeños negociantes, funcionarios y hasta hijos de esclavos) y el ejercicio del pensamiento crítico. Es una especie de transición hacia la ciudad revolucionada, última transformación de la ciudad letrada en la que se consolida una democratización de la letra (bajo las banderas de la educación popular y el nacionalismo). Con la extensión de la base de alfabetizados, también se amplia la base de miembros de la ciudad letrada; pero curiosamente se produce una aceptación pública y hasta una apropiación letrada de las culturas populares urbanas (como para el caso de los corridos y de los tangos y que se podría extender al de los vallenatos). Se afianza también una cosmovisión democrática que con la aparición de las reglas electorales influye en la apreciación y valoración de la masa y del pueblo (esta vez como potencial electoral), que de todas modos produce consecuencias fuertes como la ampliación de la base popular participativa, cierto sentimiento de solidaridad clasista en los sectores obreros y una visualización y apreciación de nuevas sensibilidades. Se produce así una notoria modificación del horizonte cultural con la aparición de nuevos productos como el periodismo costumbrista urbano, el teatro criollo, la proliferación de periódicos populares, etc. Claro que este panorama no es homogéneo: en México y en Colombia, por ejemplo persiste la actitud elitista, mientras en los países del sur se da un compromiso más claro con la democratización intelectual: «en aquellas ciudades donde el progreso económico había distendido a la sociedad, acrecentando el número potencial de consumidores, proveyéndoles de recursos suficientes, se presentaría una sostenida actividad intelectual para proveer a ese público de ideas y de objetos culturales».

Una característica de esta nueva ciudad es la consolidación del público o de la audiencia, masa de consumidores de objetos culturales como el teatro (para el cual no hay que saber leer) y su expresión crítica, el teatro popular; pero también para el consumo masivo de literatura, como es el caso de los lectores del colombiano Vargas Vila: “También en España las editoriales difundieron las obras completas del más exitosonovelista de la época, el colombiano José María Vargas Vila, repudiado por sus colegas cultos a causa de su “literatura de sirvientas”…. No menos de cuarenta títulos que hicieron de él uno de los primeros profesionales de la pluma” (182). La masificación del público lector y las estrategias de mercadeo de las obras (sobre todo de novelas) hizo que pareciera posible “que los intelectuales actuaran directamente sobre el público (y este reactuara sobre ellos, imponiéndoles incluso una escritura y especiales formas, sin que esa comunicación fuera orientada y condicionada desde el poder” (184), creando transformaciones y efectos como (siguiendo a Rama), la incorporación de doctrinas sociales, el autodidactismo y el profesionalismo.

En general se puede afirmar que lo popular se manifiesta ya no como fuente de narraciones, sino como influencia desde “abajo” (demanda, mercado), creando una nueva “ley literaria” que decía que había que comunicarse sin dificultad con el lector que procedía de los sectores medios recién educados … en una típica operación de reconocimiento” (189)

Hasta aquí llega el recuento de la evolución de la ciudad letrada, pero ella, después de este punto sigue evolucionando y de una manera que sorprendería al propio Rama: a la ciudad letrada seguiría la ciudad visual, la ciudad virtual y la ciudad hipertextualizada.

Por eso las palabras de Monsivaís en el prólogo del libro de Rama de la edición de 2004, hace justicia a ello, cuando afirma que, con la globalización y con la “neo liberalización” de la sociedad, la decadencia de la ciudad letrada, va de la mano de un fin de la inteligencia humanista y el surgimiento de una inteligencia y discurso que hacen homenaje a la eficiencia. Al respecto resulta muy diciente la frase que pone Tomás Eloy Martínez en boca de uno de sus personajes de La novela de Perón: “el poder ya no lee” (al final de su artículo: La batalla las versiones narrativas); no sólo no lee sino que muta: “Aparecen cambios irreversibles. La ciudad visual (virtual) y la producción incesante de imágenes notifican con precisión el debilitamiento de la ciudad letrada…. la tecnocracia asume un gran número de funciones de la ciudad letrada. Y se va imponiendo sobre la cultura popular el odio a la racionalidad y el despliegue de la violencia sin sentido…” (28). Pero Monsivaís ofrece una esperanza: la de conciliar tecnología y humanidad en ese nuevo ámbito de lo global tensionado entre el neoliberalismo y la sociedad civil global, apoyada por las tecnologías red.

Un obra colombiana que puede verse desde la tensión entre ciudad letrada y ciudad real es la de Andres Caicedo, quien en sus cuentos, pero también en su novela (¡Que viva la música!), muestr a los protagonistas  moviéndose por una cierta necesidad de abandonar la zona de confort que les ha dado la ciudad de los privilegios y exploran otros ámbitos que podríamos homologar a los de la ciudad real. Este contacto tiene siempre un fnal trágico, que estaría denotando una suerte de imposibiliad para desarrollar una armonia de estos mundos, fatalmente separados.

Retrato hablado de Carlos Monsivaís

DEBATE

Algunas preguntas para el debate podrían ser las siguientes:

¿No es la visión de Rama una visión demasiado homogénea que no da cabida a la diversidad de “ciudades letradas” y de ciudades reales en Latinoamérica?

Tenemos claramente delineado la gesta del letrado y ¿la del iletrado?

¿No es el espacio aquí para revisar la relación literatura-cultura que nos propone Eduardo Galeano como los diez errores que se cometen al respecto de esta relación en Latinoamérica?

Lo popular – nacional en la obra temprana de Gabo

En su estudio sobre la obra temprana de Gabo, Ángel Rama (1972) se propone una mirada que más allá del valor de lo intrínseco de las obras, las reinserte en el campo de la cultura no sólo en cuanto la obra misma “alude”, refiere y contiene la cultura, sino porque dialoga con ella y se erige como parte del proyecto cultural en tanto respuesta a un debate de lo que la precede y en tanto intento por modificar las condiciones de su entorno. Le importa a Rama sobre todo el valor cultural propositivo (algo que lo acerca a la mirada que ofrece Wiliam Ospina: Cien años como proyecto cultural y político) y que en el caso de Gabo sería el de representar una literatura popular y nacional que responda a una agotada literatura regionalista, centralista y elitista.

Parte Rama de la necesidad de reconocer áreas culturales independientes en Hispanoamérica, correspondientes a grandes regiones geográficas como el llamado por el crítico uruguayo: complejo costeño, ambiente en el cual se produce Cien años y que se diferencia del santandereano o del bogotano (ver el trabajo de Raymond Williams sobre ideologías y regiones).

Un segundo factor que toma en cuenta Rama en su análisis es la conformación de una visión de mundo por parte del llamado “Grupo de Barranquilla” y que da la base ideológica sobre la que se construye la obra temprana de García Márquez; una visión de mundo que tiene como motor la novedad y la necesidad de superar la gastada tradición literaria colombiana; la reacción del grupo al determinismo cultural de Bogotá (que se atribuía el carácter nacional de la literatura, excluyendo a la expresión de otras regiones), la necesidad de despojar la lengua literaria colombiana de solemnidades y otros defectos; la atención a las formas vanguardistas más universales y a la expresión latinoamericana más reciente y, en fin, su deseo de renovar la literatura, llevaron al grupo de barranquilla a proponerse una lengua capaz de traducir la novedad literaria extranjera a la realidad nacional y expresar con ella una relación directa y coloquial.

José Feliz Fuenmayor a su manera, Álvaro Cepeda a la suya y sobre todo Gabo, construyen, bajo este ideario su obra y dan una respuesta efectiva al problema. Para el caso de Gabo, bajo una dinámica que constituye, según Rama, un perfecto movimiento dialéctico personal que va de la estructura subjetiva y lineal de La hojarasca (tesis) a lengua seca y enunciativa, inspirada en el periodismo de El coronel no tiene quien le escriba (antítesis) y culmina en Cien años de soledad (síntesis)

En Cien años, Gabo da cabida a lo lúdico, a lo emocional y a lo popular, asuntos casi completamente ausentes en la literatura anterior. Rama destaca la capacidad del Nobel colombiano para desplegar y resolver una curiosa dicotomía que permite encontrar en la superficie de la obra una enunciación espontánea que imita la oralidad tanto en lo lingüístico como en lo estratégico (narración por acumulación), pero que está organizado de una forma técnica y moderna (en cuatro momentos temporales muy bien diseñados: el tiempo inicial de la fundación mítica de macondo; el tiempo de las guerras civiles: el tiempo de la gesta bananera y finalmente el tiempo contemporáneo). A esta característica se suma la sutil pero muy rigurosa elaboración de una propuesta según la cual, la novela finge ser la realidad anunciada en el texto de Melquiades, es decir, según la cual el arte vale como conocimiento.

Tradición oral, imaginación popular, conciencia fabuladora que reanima la historia, trabajo con materiales locales, kitch, erotismo, hipérbole, libertad, mundos posibles, fantasía, realidad maravillosa, humor y carnaval, todo trasmutado por la literatura, reconvertido a literatura con el objetivo de hacer llegar la literatura y su mensaje contestario al hombre común; un objetivo no sólo logrado para el caso nacional colombiano, sino que alcanzará los tintes universales que ha hecho de esta obra una de las más leídas en el mundo.

Pero la fascinación por la cultura popular en García Márquez va más allá de Cien años de soledad, como lo demuestra Julio Ortega en su análisis de El otoño del patriarca.

 

DEBATE

¿Es lo popular representado o apropiado en la obra de Gabo?¨

¿Es posible encontrar proyectos similares (por ejemplo desde otros complejos culturales)?

¿No termina siendo la inclusión de lo popular y el deseo de comunicarse con el hombre común una estrategia de venta como lo demuestra el caso de Gabo?

¿No es esa dicotomía que destaca Rama (superficie expresiva fácil, diseño complejo), una manera de resolver la dicotomía mentalidad/ideología

El testimonio: voz popular en busca de forma

Siguiendo a Clara Sotelo (1995), el surgimiento y consolidación de la literatura testimonial hace parte de esas realidades latinoamericanas más recientes que en el campo social coinciden con la urbanización, la industrialización, la migración masiva, el surgimiento de sectores medios y la alfabetización de la clase obrera; y que en el campo cultural corresponden a la crisis de la representación y a la crisis del sujeto central; condiciones que han transformado el paisaje de la ciudad letrada (Ángel Rama) hasta convertirlo en un ambiente donde se hace viable (¿rentable? ) la apertura de un espacio para la expresión de esa “historia otra”, la que ahora podemos escuchar desde la voz misma de los silenciados y de los excluidos, que encuentran (gracias a la curiosa solidaridad de una parte del estamento letrado) una vía de acceso a los «beneficios» de la la práctica letrada.

El testimonio se convierte así no sólo en un desafío a la creencia en la pasividad del subalterno, sino que también constituye una concreción del deseo, tal vez de la necesidad, tal vez de la conveniencia, de su integración. De otro lado, el testimonio puede verse como una necesidad expresiva popular en busca de forma; la literatura sería una de esas formas que encuentra el testimonio para salir a flote, a la que se suman hoy varias otras: el cine, el video, la poesía, el teatro, el grafiti, el periodismo (y yo agregaría el ciberespacio en sus dos modalidades  el blog y el remix)

En cuanto a la forma narrativa literaria del testimonio, es necesario destacar en primer lugar su estatus híbrido entre documento y ficción que la aparta del modelo de los géneros tradicionales. La elaboración literaria le corresponde a un escritor que domina las técnicas culturales requeridas, pero el trabajo se hace en equipo con el “testigo» no letrado, quien de esa manera adquiere voz y circulación cultural más amplia. Puesto que el “testimonio» resulta del trabajo conjunto de miembros de culturas diferentes, ofrece la posibilidad real para un diálogo intercultural, como lo querría el credo del carnaval.

La literatura testimonio se caracteriza por una especie de relación solidaria entre algunos miembros del estamento letrado que han comprendido los excesos de la literatura “monológica» y autoritaria del proyecto modernista, y grupos minoritarios tradicionalmente excluidos del circuito comunicativo oficial. En la narrativa testimonio, un testigo, urgido por la situación (de guerra, de explotación o de sometimiento), “habla» a través de la pluma de un escritor, quien presta su capacidad y su técnica expresiva para dar salida a una expresión que de otro modo quedaría relegada a un espacio inocuo de comunicación. Este préstamo, que erosiona la figura tradicional del autor, y el hecho de que los testimonios están más cerca de la referencialidad que de la ficción, hacen de esta práctica discursiva un modelo de ejercicio posmoderno.

Generalmente, el testimonio es narrado en primera persona por uno o varios testigos directos de los hechos. En muchos casos, el narrador es una persona no letrada que relata a un interlocutor la historia de su vida o periodos significativos de la misma, con el propósito de denunciar su situación. Así, el testigo, más que presentarse como un conocedor de la verdad, quiere dejar constancia de sus circunstancias.

Por su parte, el escritor se compromete a un trabajo cooperativo y se oculta detrás de las voces de los testigos, para que surja no sólo y no tanto el lenguaje del testigo (produciendo por lo general un efecto de oralidad), sino la visión de mundo que hay de tras de él. Por eso interviene lo menos posible y evita cualquier actitud paternalista.

El lector de testimonio se ve enfrentado a varias dificultades, sobre todo si lo que espera es un relato literario canónico: no sólo es el efecto de oralidad, sino el fuerte carácter referencial, lo que le impide asumir con confianza la lectura de las obras de este género. Así que sólo al hacerse consciente de que el testigo no quiere ostentar un uso sublime (o simbólico en un sentido hermenéutico) del lenguaje, sino ser escuchado en su propia lengua, desde su propia experiencia y en la inmediatez del hecho real, logra comprender, valorar y recrear su narrativa. A esta situación corresponde la propuesta de Yudice (citado por Sotelo), de considerar esta narrativa como “antiliteratura”, en la medida en que no responde a la voluntad de crear el juego del mundo posible y simbólico propio de la literaura, sino que responde casi exclusivamente a la intención metonímica de la denuncia, expresada “letradamente”.

En realidad las relaciones problemáticas del testimonio con la literatura se pueden extender a otras dos prácticas “análogas” como son la autobiografía y la historia misma (en cuanto género narrativo) y las razones pueden ser las mismas: su “formato” no corresponde (no puede corresponder) al de género canónico. En el caso de la autobiografía porque quien escribe (que no es un simple transcriptor) no es el “protagonista”, sino su amanuense y como se sabe, el amanuense tiene licencias “poéticas” que pueden llegar a desvirtuar la expresión del narrador. En el caso de la historia porque la narración en sí misma no es historia, es sólo la estrategia discursiva más prominente, a las que hay que articular la evaluación, el análisis de fuentes y las estrategias de verosimilitud propias de la racionalidad histórica; asuntos que no son del interés del testigo, ni de su amanuense. Es sólo en la lectura, en el acto de lectura de un lector dispuesto a reconocer valor a la obra testimonial, cuando es posible allegar valores literarios, autobiográfico e históricos al testimonio

En cambio las relaciones con la llamada antropología posmoderna son más naturales, especialmente porque ella ha logrado quebrar el paradigma que hacía de la “población estudiada” un objeto (a lo sumo un sujeto pasivo) separable de la experiencia del sujeto estudioso, purificable, y por eso mismo “representable” después en los informes del etnógrafo. Muy al contrario, la antropología posmoderna ha encontrado la manera de hacer que los “sujetos pasivos” se hagan sujetos que hablan, ya sea porque la voz (escrita) del etnógrafo se convierte en el vehículo de esa enunciación o porque la práctica misma de la escritura se vuelve oralitura.

Al respecto de la relación entre oralitura y testimonio, es muy útil el trabajo de Mario Roberto Morales a modo de defensa de su obra: Señores bajo los árboles y que el llama testinovela, una forma de oralitura. En algún apartado del trabajo, Morales afirma que la testinovela es

«una forma de oralitura; es decir, de oralidad escrita, valga la tremenda contradicción. Porque es de la oralidad que se infiere la lengua literaria que estructura el texto como totalidad significante, y es de las visiones de mundo que implican las oralidades que el texto extrae su propia visión de mundo. Creo que decir literatura oral constituye una contradicción aun mayor que decir oralitura. Este último término expresa la función estructuradora de la oralidad respecto de esta particular forma de literatura que se objetiviza, en el caso que nos ocupa, como testinovela. No como novela testimonial, pues ésta se caracteriza porque en ella es la ficción novelística la que constituye el factor estructurador del texto, y no es el testimonio el que refuncionaliza el artificio de la ficción. En el caso de la testinovela, el factor estructurador es la voz testimonial o las voces testimoniales. Oralitura y testinovela. La primera: una forma específica de literatura, estructurada según la oralidad. La segunda: una forma específica de novela, de ficción narrativa, estructurada según la testimonialidad. Para recalcar que nada de esto pretende ser «nuevo», preguntémonos: ¿acaso la Ilíada y la Odisea son mucho más que oralitura y testimonialidad? Pareciera que a veces nos olvidamos de los orígenes orales de la escritura y del fundamental elemento ficcionalizador de la testimonialidad. Ficción no es sinónimo de mentira. Más bien lo es de reordenamiento de los elementos que componen un hecho que ocurrió (o no) en la realidad, para darle viabilidad narrativa y sentido deliberado”

En el caso colombiano, existe toda una tradición (vinculada irremediablemente a nuestra historia de violencia) que recoge Blanca Inés Gómez de manera sucinta en el artículo; “Testimonio y género” (Universitas Humanistica Vol. 30, no. 55; ene.-jun. 200;, p. 41-51), Tradición que iría desde documentos periodísticos (El relato de un naufrago de García Márquez, las obras de Germán Castro Caycedo, etc.), hasta obras más centradas en la intención testimonial, como en las obras de Alfredo Molano (entre las cuales de destaca Selva adentro, Los años del tropel, Del llano: relatos y testimonios, Desterrados así como numerosos relatos (ver el origen de su obra), o en la la obra de Arturo Alape y la muy destacable producción de mujeres como Olga Behar (Noches de humo), Mary Daza Orozco y Patricia Lara (las mujeres de la guerra).

Un interesante ejemplo de testimonio se ofrece en la novela de un autor muy compenetrado con este género: Javier Eceheverry y que lleva por título Caimadó, el camino del caimán (ganadora en 1995 del premio nacional), obra que relata la situación de agobio que viven (siguen viviendo) los habitantes rurales de las tierras del Chocó

DEBATE

Quedan varios temas de debate que pueden plantearse en forma de preguntas:

¿Sólo en un ambiente como el describe Sotelo (ver comienzo del artículo) es posible la producción viable de literatura testimonial?

¿No hay que replantear hoy la situación del iletrado y hacerla más flexible, incluso acudiendo a la idea de que lo que existen hoy son grados de letrado?

¿No es la literatura testimonial una práctica más propia de otros ámbitos como el historiográfico (historia oral, historia de las mentalidades) o de la antropología posmoderna (relatos de vida, etc..)?

¿No es en concreto el mercado el que le da viabilidad a esa “negociación” entre testigo y autor, entre escritura y oralidad? ¿qué pasará con el género una vez pase el “boom” editorial?

Si de lo que se trata es de dar realmente voz a los silenciados, ¿por qué no facilitar los medios para que los otros se expresen directamente, por qué el intermediario?

El testimonio quiere presentar, no representar, ¿por qué no buscar y facilitar políticamente esa posibilidad?